DIRECCIÓN
ESPIRITUAL DE ADULTOS
“En rigor, la madurez no se identifica con una edad
determinada –aunque de ordinario se consiga con el paso de los años–, ni con la
simple perfección que puede alcanzar una persona, desde un punto de vista
exclusivamente humano, en algún aspecto particular. Si se considera en toda su
profundidad, la madurez es consecuencia del desarrollo pleno y armónico de
todas las capacidades de la persona; por tanto, en el concepto de madurez han
de estar presentes las virtudes sobrenaturales –teologales y morales que
acompañan a la gracia divina– y, al mismo tiempo, las virtudes humanas.
Puede decirse que una persona madura sabrá juzgar de los
acontecimientos y de las demás personas con visión sobrenatural y con mesura,
con serenidad, objetivamente; y estará en condiciones de querer y obrar con
criterio, libre y responsablemente. El sentido sobrenatural hará que las
decisiones de todo tipo se tomen de acuerdo con el orden querido por Dios y, en
consecuencia, aparecerá la unidad de vida que es característica primordial de
la madurez: saber integrar todo en función de lo que ocupa un lugar central en
la vida y tiene un valor permanente. La madurez lleva consigo la mensura, la
serenidad, la fortaleza y el sentido de responsabilidad.
Otras manifestaciones propias de la madurez son:
capacidad de adaptación a las circunstancias, sabiendo ceder y transigir en lo
accesorio o en cosas de suyo intrascendentes; y viceversa, fortaleza para
mantener firmemente –aun en contra de opiniones de moda y de «lugares comunes»–
aquellas convicciones fundadas en verdades permanentes y fines rectos; el equilibrio
interior de la persona, con orden y armonía en el terreno afectivo, de
relaciones con los demás; la perfecta conjunción en el ejercicio de la libertad
y responsabilidad personales.
A esa edad se adquiere un juicio más ponderado y sereno.
Una persona madura se considera a sí misma con realismo, admite sus
limitaciones, distingue lo que es pura posibilidad de lo que es ya conquista
efectiva; al mismo tiempo, se juzgan los acontecimientos con mayor profundidad
y objetividad: sabe lo que quiere y lo que puede. Y de ahí nace un equilibrio espiritual
y emocional –madurez en la afectividad–, que canaliza las inclinaciones
naturales y las pone al servicio de la voluntad. Se está, así, en condiciones
de querer y de obrar con criterio, libre y responsablemente, aceptando las
consecuencias de los actos.
En una personalidad madura y bien formada se da una
unidad e integración de las múltiples experiencias de la vida, integración que
sostiene la gracia cuando hay sentido sobrenatural. La madurez coloca a la
persona en un estado de sana objetividad, ajena al sentimentalismo que
frecuentemente lleva a confundir la felicidad verdadera con el bienestar.
Aunque se hayan superado problemas básicos de la
adolescencia, hay peligros propios de esta otra edad: puede perderse en parte
–si se descuida la lucha por avanzar– la virtud de la generosidad y abrirse
paso el egoísmo y la comodidad que se presentan de diversas formas; por
ejemplo, puede costar más aceptar los consejos personales dirigidos a superar
los defectos, como algo práctico y vital, aunque se acepten fácilmente en el
plano teórico. En este período, es necesario que las personas profundicen
seriamente en el sentido sobrenatural de lo que hacen, aunque sea una labor
oculta y sin brillo humano.
Los problemas en la edad adulta suelen ser más reales y
objetivos que en la juventud, tanto en el terreno familiar como en el social y
profesional.
Quizá el caso más grave sea el del «adulto menor de
edad». Si se diera esa situación, en la dirección espiritual habría que mostrar
al interesado la necesidad ineludible de un trabajo serio –muchas veces bastará
conseguir esta sola meta para solucionar el problema de fondo–, y ver si
existen otras posibles causas o problemas de épocas anteriores –mala formación
en la libertad y responsabilidad, timidez, etc.– que hayan dado origen a ese
estado anormal. En esos casos, además de recurrir a la oración y a la
mortificación, hay que ayudar a quien recibe la dirección a enfrentarse
sinceramente consigo mismo, para ver cuáles son sus relaciones con Dios, con la
propia familia y con quienes pertenecen a su ámbito social; también deberá considerar
cómo desempeña su trabajo profesional. En general, los consejos que se le den
deben orientarse a que salga de sí mismo y del pequeño mundo que ha creado a su
alrededor y procure con generosidad tener presente el bien y la alegría de los
demás.
Algunas
situaciones que pueden presentarse
Cuando una persona ha comenzado un camino de oración, es
corriente que llegue un momento en el que experimenta cierta «aridez». Se hacen
más esporádicos los «descubrimientos» y las «luces» que iba recibiendo y entra
en una fase de monotonía aparente y de poco gusto. Hay que tranquilizar a quien
se encuentra en esa situación, haciéndole ver que es normal y debe perseverar,
sin darle importancia: lo que cuenta es seguir adelante en el diálogo con Dios,
que nos escucha siempre, quizá ayudándose con un libro que proporcione materia
para la meditación y para conversar con el Señor. Sobre todo en personas de una
cierta edad, puede suceder también que afirmen –así suelen expresarse– que
están perdiendo la fe, porque no les acompañan en su oración, vocal o mental, el
fervor y la atención con que rezaban antes. Hay que asegurarles, repitiéndoselo
frecuentemente en muchos casos, que no ha disminuido su fe, sino sólo el
sentimiento, sin culpa por su parte; y animarles a que continúen con sus
prácticas de piedad, con la certeza de que su oración vale mucho ante Dios si,
con buena voluntad, tratan de poner los medios para hablar con Él y evitar las
distracciones en la medida de lo posible.
También puede suceder que alguien exprese preocupación
por pensar que tiene dudas de fe. Por ejemplo, porque le asaltan pensamientos
sobre cómo Dios permite situaciones de injusticia en el mundo, o el sufrimiento
de una persona querida, o le parecen intransigentes algunas enseñanzas de la
Iglesia en materia moral, aunque no las rechaza. En los casos así descritos,
hay que tranquilizar a la persona que plantea esas “dudas” y hacerle ver que,
aunque no alcance con su razonamiento a comprenderlas del todo, no por eso
sufre menoscabo su fe ni debe obsesionarse: basta que acepte con sencillez el
contenido de la fe, como lo enseña la Iglesia, y procure no dar vueltas a esos
pensamientos.
Puede asimismo crearse una situación de replanteamiento
de toda la vida anterior cuando, después de abrirse paso con esfuerzo,
alrededor de los treinta años, una persona ha conseguido colocarse y
establecerse. De modo general, en esta situación influye la autonomía personal
definitivamente conquistada, el choque de los ideales que acariciaba con la
realidad presente y, especialmente, la capacidad crítica plenamente
desarrollada, que no tiene el contraste de una autoridad o regla a la que se sometía
antes. Así, puede suceder que esa capacidad crítica se manifieste primero en la
comparación con los demás, sobrevalorando las metas alcanzadas por los
compañeros de profesión, dando lugar a la envidia y al resentimiento. También
cabe la posibilidad de una autocrítica personal, analizando y midiendo los
principios morales y sociales que antes se aceptaban. Esto puede llevar –si se
encauza rectamente– a un mayor sentido de responsabilidad, pero podría tener
también un efecto negativo si no se ataja.
También sucede a veces que, en torno a los cuarenta años,
se pase por momentos de crisis. En el hombre, si atraviesa por esta dificultad,
suele ser más de carácter psicológico que somático. En la mujer se acompaña de
signos fisiológicos evidentes, aunque también haya algún componente psíquico.
Puede aparecer entonces la que san Josemaría llamaba mística ojalatera, «hecha de ensueños vanos y de
falsos idealismos: ¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esa profesión,
ojalá tuviera más salud, o menos años, o más tiempo!»;
y, junto a eso, un cambio de carácter, quizá una preocupación excesiva por la
salud y una cierta pérdida de interés por el trabajo que se ha ido desempeñando
hasta entonces. Hay una actitud de balance: hasta ese momento, en lo físico y
en lo intelectual, se iba creciendo, pero se comienza a experimentar una
sensación de declive humano.
También puede producirse un cierto deseo de experimentar
aquello que, si antes no se ha vivido, se tiene la seguridad de que ya no se
realizará jamás; como consecuencia, pueden presentarse tentaciones contra la
castidad que hasta ese momento no se habían tenido, o tentaciones antiguas, con
formas nuevas más retorcidas.
Al lado de estos elementos, hay otros de carácter
positivo: a esa edad se adquiere un juicio más ponderado y sereno; se juzgan
los acontecimientos con más profundidad y objetividad.
Un peligro para hombres jubilados –las mujeres encuentran
con más facilidad un modo de ocupar su tiempo en las tareas de la casa– es el
de encontrarse sin nada que hacer, considerar que la vida ya no les depara nada
y sumirse en una situación de abandono, llenando su jornada, por ejemplo, con
la televisión. La sensación de haber cumplido su tarea y no tener ya nada que
aportar lleva fácilmente al egoísmo y a la comodidad y a mantener un ritmo
cansino en la oración. Es estos casos puede suceder también que guarden poco la
vista o entretengan pensamientos contra la castidad, justificándolo como cosas
de poca importancia, puesto que, en su edad y situación, no hacen (en el
sentido de realizar actos externos) nada malo. Al ayudar a estas personas
–además de formarles la conciencia–, hay que hacerles ver que su vida no ha
dejado de ser útil y es mucho lo que pueden hacer, animándoles a pensar cómo
pueden dar un sentido a su tiempo, utilizándolo para bien suyo y de los demás.
Ha de quedar claro que las situaciones que acabamos de
describir no tienen necesariamente por qué darse y, de hecho, en bastantes
casos no aparecen. En una personalidad madura y bien formada se da una unidad e
integración de las múltiples experiencias de la vida, integración sostenida
fuertemente cuando hay sentido sobrenatural”. (Prof. José Luis Gutierrez, Pontificia Universidad de la Santa Cruz).
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