Cuando se elige mal
DUELE EN EL ALMA II
Si nos preguntamos ¿qué es lo que más dolor le causa a una
persona buena? La respuesta inmediata sería: le duele lo que le duele a Dios. A
Dios le duele mucho que no sepamos corresponder a su amor.
Un buen día un chico joven se le acercó al Señor y le
preguntó: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer
para salvarme?” (Mc. 10,17) . El Señor antes de
responderle le pregunta ¿por qué me llamas bueno? ¡El único bueno es Dios!” (Mc. 10,18)
La pregunta del muchacho no era del todo sincera, por lo que se
verá después, sin embargo quería congratularse con el Señor. Le dice que es muy
bueno como haciéndole ver que todo lo que el Señor le había dado y todo lo que
luego le pediría, lo hacía solo por ser muy bueno. Está dispuesto a reconocer
lo bueno que era Jesús, pero no va a reconocer que Jesús lo está llamando para
que lo siga. Hoy muchos llaman bueno a Dios pero no quieren seguir a Dios. De
nada sirve que le llame bueno a Dios si lo principal es el seguimiento, hacer
su voluntad. Cuando Dios envía a un instrumento suyo para anunciarle a otro que
lo quiere para él, el enviado suele transmitir las cosas con todo el amor que
Dios pone en su corazón. El que recibe la llamada se sorprende de lo bueno que
es el que se acerca y no se da cuenta que está recibiendo el amor de Dios, “el
único bueno es Dios”. Lo importante no es el reconocimiento de la
bondad sino el seguimiento de Dios. No basta creer en Dios, hay que hacerle
caso.
Cuando Jesús responde la pregunta del joven rico: “si
quieres salvarte, cumple los mandamientos” el joven le contesta: “ya los cumplo desde mi juventud,
¿qué me falta? (Mc. 10,20)
En ese momento el Señor
“mostró quedar prendado de él” (Mc. 10,21). Lo mira con mucho cariño penetrando en su
vida, interesándose por todas sus cosas. Lo quiere con el amor más grande que
el joven pueda recibir. El muchacho debió asustarse mucho al sentirse querido
por Dios de esa manera. El amor de predilección que Dios puso sobre él debió
ser arrollador. Pero este chico tenía el corazón en otro sitio (quizás una chica, o sus amistades, o
tendría planes distintos, ya habría decidido hacer con su vida algo distinto a
lo que el Señor le pedía). Estaría tan apegado a sus planes que él no sentía el mismo cariño que el
Señor tenía por él y optó por algo poco inteligente: no decir nada y retirarse de esa propuesta. El Evangelio dice que
el joven se fue “entristecido
y muy afligido” (Mc. 10, 22). Se perdió lo más
grandioso.
Los que no saben ser generosos para dejar lo que haga falta y
seguir a Dios se retiran con cierta desazón, intentando demostrar que ese
camino no es para él, algunos incluso se sienten incómodos y molestos por esa
propuesta. La primera tristeza que tienen es no poder contentar al que se le
acerca con mucho cariño para transmitirles el querer de Dios. Quizás se sientan
honrados y agradecidos con la propuesta, pero la rechazan, no les interesa,
tienen otros planes.
La negación al plan divino genera un ambiente de tristeza. A Dios
le duele la falta de generosidad de las personas que no quieren seguirle y esas
personas llevarán de por vida el peso de su negativa, como una carga que podría
poner en peligro su felicidad en la tierra y en el Cielo.
En el caso del joven rico del Evangelio, el mismo Señor comenta
en voz alta y delante de los apóstoles unas palabras que los llenó a todos de
una profunda pena, porque se referían al muchacho que se acababa de retirar: “es
más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el
Reino de los Cielos” (Mc. 10, 25)
Los apóstoles estaban todos preocupados por lo que había pasado.
El Señor les estaba haciendo ver que este joven que cumplía todos los
mandamientos no iba a salvarse. ¿Como era posible que sucediese eso con un chico tan bueno? El mismo muchacho
estaría seguro que cumpliendo los mandamientos y creyendo en Dios, era suficiente
para salvarse. Aterrado Pedro toma la palabra y pregunta: “¿y qué va a ser de nosotros que
hemos renunciado a todo y te hemos seguido?” (Mc. 10,28).
El Señor responde de inmediato haciéndoles ver el premio que van
a recibir los que han sabido ser generosos entregando su vida a Dios. Ellos van
a comprobar que Dios es el mejor pagador del mundo. Jesucristo les habla claro y les dice con firmeza: “Yo
les aseguro que nadie hay que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o
padre, o madre, o heredades, por amor de Mi y del Evangelio, que ahora mismo en
este siglo no reciba el céntuplo por equivalente de casas, y hermanos, y
hermanas, de madres, de hijos, y campos, aunque con persecuciones, y en el
siglo venidero la vida eterna. Muchos de los que son los primeros, serán los
últimos; y muchos que son últimos, serán los primeros” (Mc 10, 29-31)
El premio no podía ser mejor. Por cada cosa que entregan se
recibe 100 veces más en esta tierra y luego la vida eterna de felicidad en el
Cielo. El que se entrega a Dios no
pierde nada, al contrario gana todo. Hace el mejor negocio de su vida. Los
papás de alguien que se entrega a Dios no pierden un hijo, al contrario lo
ganan. El hijo con su vida de entrega facilitará la entrada de sus padres al
Cielo, pero antes, en la tierra, les alcanzará la felicidad más grande que
puedan tener. Se puede ver en la experiencia de las personas fieles entregadas
a Dios.
El núcleo central del tema está en la llamada de Dios, que es la
vocación que recibe la persona, tal vez de un modo inesperado. La vocación no
es un sentimiento, tampoco un gusto, no nace con la persona. Es una propuesta
que Dios le hace metiéndose en su camino, sin pedir permiso. Él pasa y al
encontrarse con el que quiere le dice: “ven y sígueme”
Descubrir la vocación es constatar que Dios pasó y llamó
proponiendo algo distinto a lo que uno ha pensado y que tiene unas dimensiones
sobrenaturales. Es algo que parece difícil para uno y prácticamente imposible.
Uno piensa que se han equivocado, que la persona llamada es otra. Entonces
tiene miedo. Este es el síntoma más claro de que existe una llamada divina. Es
cuestión de fe.
El joven rico del Evangelio se equivocó.
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