Cegueras de la juventud
IMBERBES
TEMERARIOS
La
semana pasada me visitó un amigo joven, que seguía herido hondamente por la
muerte de su hermano mellizo y su mejor amigo, en un accidente automovilístico en
el que él también estuvo y por suerte salió ileso. Ocurrió hace unos años al salir de una fiesta en la
madrugada. Pusieron los medios pero no pudieron evitar la tragedia. Parece que
los que murieron estaban pedidos.
Mi
amigo me enseñaba unas hojas que había escrito para editar un libro que quería
titular “Soberana estupidez” Un título un tanto agresivo y tal vez insultante
para los jóvenes que arriesgan sus vidas por una diversión.
Era
comprensible su indignación y muy sensata su propuesta. Me hablaba con la
preocupación de querer evitar que
sigan sucediendo accidentes similares que cortan la vida de la gente
joven por la “soberana estupidez” de
ponerse en riesgo por unas horas de diversión, “¡son de corrupción y
deterioran la salud!” decía justificando el tono dramático de sus
consideraciones.
Mi
amigo ya pasó los 30 años, cuando tenía 16 vino a Lima con su hermano mellizo
para seguir una carrera universitaria. Tenían proyectos muy interesantes para
ser brillantes profesionales, además gozaban de muy buena salud y prestigio
entre sus amigos, nunca se perdían las reuniones sociales.
Sus
padres, en la provincia, les habían advertido de los peligros que habían los
fines de semana, por los excesos de licor en las reuniones. Ellos escuchaban
los consejos pero tenían la seguridad de que no les pasaría nada. La típica
presunción propia de la inmadurez
juvenil. Ellos siempre salían cuando les invitaban y se divertían mucho en las
fiestas y reuniones. Estaban, como suele decirse, dentro de su propia ley.
Siempre,
para contentar a sus padres, volvían a sus casas en taxi, como les habían
recomendado. Las diversiones y el
jale de los amigos era tan fuerte que no querían pensar que a esas horas avanzadas circulaban conductores
ebrios que eran una amenaza constante para cualquiera.
Un
día, como de costumbre, se retiraron
de una fiesta muy alegres, un poco subiditos por el licor, y cogieron el taxi de
turno para volver a la casa. Mi amigo estaba en el asiento posterior con su
hermano y junto al taxista se sentó su mejor amigo de la infancia.
Cuando
faltaba poco para llegar, otro carro que iba a excesiva velocidad y con un
conductor ebrio, se estrelló contra ellos y terminaron apretujados contra el
muro de un puente peatonal. Mi amigo logró salir del carro por la ventana
trasera y vio que los demás estaban mal heridos y atrapados por los fierros
retorcidos.
Con
desesperación empezó a gritar para que vinieran a rescatarlos y nadie se
acercaba. Veía que los carros pasaban velozmente y no se detenían. Le
angustiaba ver cómo se iban desangrando sin que nada pudiera hacer, hasta que
por fín, después de varios minutos llegó la policía con la ambulancia.
Mi
amigo extenuado y frustrado fue conducido a un hospital mientras los hombres
del rescate intentaban con unas sierras eléctricas, librar a los heridos que ya
habían perdido el conocimiento.
Todo
fue inútil porque murieron antes
de llegar al hospital. Junto al
taxista y al chofer del otro carro yacían en la morgue el hermano de mi amigo y
el mejor de sus amigos. El drama creció y fue muy doloroso cuando llegaron los
familiares.
De
allí que mi amigo, sin haberse curado de ese tremendo dolor que lo dejó
marcado, escribía esas páginas ardientes con una vehemencia inusitada. Buscaba
que lo apoyara y no era para menos. Él mismo había experimentado lo que fue
consecuencia de una “soberana estupidez”
No
es el primero que frente a una tragedia se vuelve totalmente radical en su
planteamiento para evitar que otros pasen por lo mismo. Los sacerdotes tenemos
la experiencia de haber enterrado a muchos en análogas circunstancias. Lo malo
es que la sociedad ha perdido las riendas de la educación.
Poco
pueden hacer ahora los padres para evitar que sucedan estas tragedias. Los
jóvenes se han convertido en los dueños de su tiempo y les parece que es un
derecho inalienable el salir con sus amigos a las reuniones nocturnas donde
está presente el licor y otros sucedáneos y donde las conversaciones adquieren
tonos de insensatez y en ocasiones hasta agresivos.
Las
autoridades pretenden paliar esta permisividad social con planteamientos melifluos como la tolerancia cero para el licor, el programa del
amigo sobrio, o la prohibición de la venta del licor a los menores de edad.
Nada de esto evitaría lo anterior. El problema es de educación.
Los
mismos jóvenes deben entender que hay que cambiar ese sistema, que no es el
adecuado. En primer lugar habría que conseguir que las fiestas empiecen y
terminen más temprano (para no malograr la salud de nadie), en segundo lugar
habría que enseñarles a tomar (la virtud
de la sobriedad y la templanza). Las diversiones no deberían ser
peligrosas.
A
mi amigo indignado, con motivos comprensibles, le aconsejé que cambiará el
título del libro que pensaba editar, que en vez de “Soberana estupidez” pusiera
“Imberbes temerarios” o “La temeridad de los imberbes” Los jóvenes, al no tener
experiencia, no se dan cuenta que los peligros están muy cerca de ellos.
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