Ecología X
LA
ECOLOGÍA ES LA FAMILIA Por Antonio Porras
La familia
es la célula básica de la sociedad, es la comunidad de vida y amor donde el
hombre aprende a cuidar su casa y a los suyos.
Al hablar sobre el compromiso intergeneracional
en el capítulo IV, Francisco plantea un interrogante: «¿Qué tipo de mundo queremos
dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo? […]
Cuando nos interrogamos por el mundo que queremos dejar, entendemos sobre todo
su orientación general, su sentido, sus valores. Si no está latiendo esta
pregunta de fondo, no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan lograr
efectos importantes. Pero si esta pregunta se plantea con valentía, nos lleva
inexorablemente a otros cuestionamientos muy directos: ¿Para qué pasamos por
este mundo, para qué vinimos a esta vida, para qué trabajamos y luchamos, para
qué nos necesita esta tierra?» Preguntas fundamentales, que nos llevan a
«advertir que lo que está en juego es nuestra propia dignidad. Somos nosotros
los primeros interesados en dejar un planeta habitable para la humanidad que
nos sucederá. Es un drama para nosotros mismos, porque esto pone en crisis el
sentido del propio paso por esta tierra» (LS 160).
No basta con ofrecer repuestas para «crear una
“ciudadanía ecológica”», tampoco bastan normas o leyes y un control efectivo de
las mismas, si se quiere que se produzcan «efectos importantes y duraderos es
necesario que la mayor parte de los miembros de la sociedad la haya aceptado a
partir de motivaciones adecuadas, y reaccione desde una transformación
personal. Sólo a partir del cultivo de sólidas virtudes es posible la donación
de sí en un compromiso ecológico» (LS 211). Se requiere una tarea de educación,
transformar la cultura para fomentar esas disposiciones.
Entre los diversos ámbitos educativos: la
escuela, la familia, los medios de comunicación, la catequesis, etc. el Papa
destaca «la importancia central de la familia, porque “es el ámbito donde la
vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los
múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las
exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la
muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida”. En la familia
se cultivan los primeros hábitos de amor y cuidado de la vida, como por ejemplo
el uso correcto de las cosas, el orden y la limpieza, el respeto al ecosistema
local y la protección de todos los seres creados. La familia es el lugar de la
formación integral, donde se desenvuelven los distintos aspectos, íntimamente
relacionados entre sí, de la maduración personal. En la familia se aprende a
pedir permiso sin avasallar, a decir “gracias” como expresión de una sentida
valoración de las cosas que recibimos, a dominar la agresividad o la voracidad,
y a pedir perdón cuando hacemos algún daño. Estos pequeños gestos de sincera
cortesía ayudan a construir una cultura de la vida compartida y del respeto a
lo que nos rodea» (LS 213).
Se trata de gestos “ecológicos” al alcance de la
mano de todos, que alimentan «una pasión por el cuidado del mundo» (LS 216). El
Papa muestra así la necesidad de una profunda conversión interior (LS 217), que
requiere «examinar nuestras vidas y reconocer de qué modo ofendemos a la
creación de Dios con nuestras acciones» (LS 218). La conversión implica
«gratitud y gratuidad, es decir, un reconocimiento del mundo como un don recibido
del amor del Padre, que provoca como consecuencia actitudes gratuitas de
renuncia y gestos generosos aunque nadie los vea o los reconozca […] También
implica la amorosa conciencia de no estar desconectados de las demás criaturas,
de formar con los demás seres del universo una preciosa comunión universal.
Para el creyente, el mundo no se contempla desde afuera sino desde adentro,
reconociendo los lazos con los que el Padre nos ha unido a todos los seres». En
consecuencia anima al «creyente a desarrollar su creatividad y su entusiasmo,
para resolver los dramas del mundo, ofreciéndose a Dios “como un sacrificio
vivo, santo y agradable” (Rm 12,1)»
(LS 220).
Esta espiritualidad cristiana propone un modo
alternativo de entender la calidad de vida, y alienta un estilo de vida
profético y contemplativo, capaz de gozar de los bienes (cfr. LS 222). Entre
las virtudes de este estilo de vida el Papa subraya la sobriedad, vivida con
libertad y conciencia, y la humildad, esencial en la vida social. Estas
virtudes no se llegan a desarrollar, «si excluimos de nuestra vida a Dios y
nuestro yo ocupa su lugar, si creemos que es nuestra propia subjetividad la que
determina lo que está bien o lo que está mal» (LS 224).
La sobriedad y la humildad dan la «capacidad de
convivencia y de comunión» (LS 228), de vivir el amor fraterno, de prescindir
de lo nuestro de modo gratuito a favor de los otros, y ser conscientes «que nos
necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por
el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos» (LS 229). También facilitan
valorar los «simples gestos cotidianos» que hacen la vida más llevadera. «El
amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y
se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor» (LS
331). Sólo así experimentaremos que «vale la pena pasar por este mundo» (LS
212).
Otro aspecto importante de este estilo de vida es
la paz interior de las personas que «tiene mucho que ver con el cuidado de la
ecología y con el bien común, porque, auténticamente vivida, se refleja en un
estilo de vida equilibrado unido a una capacidad de admiración que lleva a la
profundidad de la vida» (LS 225). El Papa insiste sobre la importancia de una
educación estética (LS 215), que permite abrirse a la belleza y amarla, pues la
apertura a la belleza de la creación nos lleva a Dios, nos empuja a la
contemplación, al crecimiento en la vida interior. El cristianismo no es una
filosofía, es el encuentro con un Dios que “primerea”, creador de todo cuanto
existe y es bueno. Esta convicción permite al cristiano tener «una actitud del
corazón, que vive todo con serena atención, que sabe estar plenamente presente
ante alguien sin estar pensando en lo que viene después, que se entrega a cada
momento como don divino que debe ser plenamente vivido» (LS 226).
Este estilo de vida «implica dedicar algo de
tiempo para recuperar la serena armonía con la creación, para reflexionar
acerca de nuestro estilo de vida y nuestros ideales, para contemplar al Creador,
que vive entre nosotros y en lo que nos rodea, cuya presencia “no debe ser
fabricada sino descubierta, develada”» (LS 225). Y como seres creados que
somos, también necesitamos el contacto físico para crecer en intimidad, de aquí
que, el Papa dedique unos puntos a hablar de los Sacramentos, los cuales
considera como «un modo privilegiado de cómo la naturaleza es asumida por Dios
y se convierte en mediación de la vida sobrenatural» (LS 235). Destaca la
Eucaristía por que «la gracia, que tiende a manifestarse de modo sensible,
logra una expresión asombrosa cuando Dios mismo, hecho hombre, llega a hacerse
comer por su criatura. El Señor, en el colmo del misterio de la Encarnación,
quiso llegar a nuestra intimidad a través de un pedazo de materia» (LS 236). Siguiendo
por un plano inclinado el Papa nos introduce en el misterio de la Trinidad y
nos hace desear el fin para el cual hemos sido creados: encontrarnos «cara a
cara frente a la infinita belleza de Dios (cf. 1 Co 13,12)» y contemplar con
feliz admiración que el universo «participará con nosotros de la plenitud sin
fin» (LS 243).
Este fin, más que apartarnos de nuestro
compromiso con el ambiente, nos impulsa a «hacernos cargo de esta casa que se
nos confió, sabiendo que todo lo bueno que hay en ella será asumido en la
fiesta celestial» (LS 244).
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