Ecología
VII
ECOLOGÍA Y
CREACIÓN por Antonio Porras
Las palabras escogidas por el Papa Francisco para
comenzar su encíclica, tomadas del canto a las criaturas de san Francisco de
Asís, ponen de evidencia la actitud del hombre, y en concreto del cristiano, de
admiración ante la creación, como un niño pequeño que contempla lleno de
orgullo las obras de su Padre. Una admiración que lleva a alabar, dar gracias a
Dios, quien nos ha hecho el regalo de la creación. Para un cristiano, el
cuidado del ambiente no es una acción opcional o extra, sino una cuestión de
suma importancia, porque se refiere al cuidado del lugar que su Padre Dios le
ha dado como hogar, su casa. Precisamente la palabra ecología deriva del griego
οικία, que significa casa, hogar. El subtitulo de la encíclica subraya este
hecho: «El cuidado de la casa común»,
y ofrece una idea que está presente en toda la encíclica: el cristiano no está solo, su filiación le hace sentirse hermano de
todos los hombres, el cuidado de la casa es una tarea que compartimos con todos
los hombres, también con las generaciones futuras, que como en una familia son
las que impulsan a mejorar el ambiente del hogar para acogerlas del mejor modo
posible.
La convicción de haber recibido este regalo de
Dios hace que «nada de este mundo nos
resulte indiferente» (LS 3), porque todas las «criaturas, queridas en su
ser propio, reflejan, cada una a su manera, un rayo de la sabiduría y de la
bondad infinitas de Dios. Por esto, el hombre debe respetar la bondad propia de
cada criatura para evitar un uso desordenado de las cosas» (Catecismo de la
Iglesia Católica 339). Los cristianos ante el gran regalo de la creación se
sienten «llamados a ser los instrumentos del Padre Dios para que nuestro planeta
sea lo que El soñó al crearlo y responda a su proyecto de paz, belleza y
plenitud» (LS 53). Esta convicción lleva al cristiano a ser protagonista en
primera línea en el cuidado del ambiente.
El estado
de nuestra casa
La Iglesia no es ajena a la creciente
preocupación por el problema ecológico, basta ver que en la encíclica se citan
más de 14 documentos de distintas conferencias episcopales sobre el tema. El primer capítulo de la encíclica se
centra en las distintas cuestiones que provocan inquietud acerca del medio
ambiente, de aquello que afecta a nuestra casa. No se pretende hacer una
descripción completa y detallada de los problemas, sino tomar conciencia y «convertir en sufrimiento personal lo que le
pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede
aportar» (LS 19). Es normal que un hijo se preocupe activamente y sufra por
los problemas de su hogar.
La encíclica invita a una investigación seria y
honesta que permita conocer las causas de los problemas y evitar descripciones
parciales –movida en ocasiones por interés particulares–, que esconden la
verdad de los problemas. Entre los que se enumeran, hay uno que llama la
atención por no ser considerado muchas veces como un problema ecológico, pero
que es coherente con la idea de cuidar nuestra casa común: el «deterioro
de la calidad de la vida humana y degradación social» (LS 43-47). Los hombres formamos parte
del gran regalo de la creación, y el empeño por el ambiente ha de tener «en cuenta que el ser humano también es una
criatura de este mundo, que tiene derecho a vivir y a ser feliz, y que además
tiene una dignidad especialísima» (LS 43). La degradación ambiental afecta
la vida de muchos seres humanos que son nuestros hermanos.
El
evangelio de la creación
El Papa no pretende dar soluciones ni
involucrarse en teorías científicas sobre las causas, sino que, convencido de
su misión y de las exigencias de la nueva Evangelización, debe “salir” con la
Iglesia para anunciar el Evangelio a todos los hombres, iluminando el sentido
de su obrar (cfr. LS 64). En el segundo
capítulo, expone «algunas razones que se desprenden de la fe
judío-cristiana, a fin de procurar una mayor coherencia en nuestro compromiso
con el ambiente» (LS 15), y propone «algunas
líneas de maduración humana inspiradas en el tesoro de la experiencia
espiritual cristiana» (LS 15), que permitan realizar los cambios que el
desafío ecológico plantea.
Creación,
acto de amor de Dios Padre
«La creación sólo puede ser
entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos, como una
realidad iluminada por el amor que nos convoca a una comunión universal» (LS
76). Esta
acción divina procede «de una decisión, no del caos o la casualidad, lo cual lo
enaltece todavía más. Hay una opción libre expresada en la palabra creadora. El
universo no surgió como resultado de una omnipotencia arbitraria, de una
demostración de fuerza o de un deseo de autoafirmación. La creación es del
orden del amor. El amor de Dios es el móvil fundamental de todo lo creado» (LS
77). Por eso, «cada criatura tiene un valor y un significado» (LS 76), ninguna
de ellas es fruto del azar, sino de un querer divino. El hombre es depositario
de este don de Dios. Es al hombre a quien Dios confía la creación para
trabajarla y custodiarla, sin olvidar que también le confía el cuidado de sus
hermanos los hombres.
La relación estrecha entre el cuidado del
ambiente y la responsabilidad respecto los demás es un punto al que el Papa
Francisco se refiere en distintos lugares de la encíclica, para mostrar la
incoherencia de un empeño por salvar la creación material, cuando se descuida
el cuidado de los demás seres humanos. Se opone al control demográfico como
solución al problema ambiental (LS 50); denuncia la incoherencia de quien lleva
adelante una lucha por especies animales o vegetales y no desarrolla un empeño
para defender la igual dignidad entre los seres humanos, incluso algunas veces
atentando contra derechos de otras personas (LS 90-91); resalta la incapacidad
de algunos para reconocer el valor de un pobre, de un embrión humano, de un
discapacitado (LS 117);muestra la incompatibilidad de la defensa de la
naturaleza con la justificación del aborto (LS 120);muestra su preocupación
cuando algunos movimientos ecologistas defienden la integridad del ambiente y
reclaman ciertos límites a la investigación científica, pero no aplican estos
mismos principios cuando se refieren a la vida humana, incluso justifican que
se traspasen todos los límites cuando se experimenta con embriones humanos
vivos (LS 136).
La tarea del hombre de trabajar y cuidar de lo
creado es la de un «administrador responsable» (LS 116). Con ello se quiere
decir que el dominio del hombre sobre la naturaleza no es un dominio absoluto,
sino participado. El mundo no es una res nullius
–algo que no tiene dueño–, sino res
ómnium –patrimonio de la humanidad–; su uso debe redundar en beneficio de
todos (Cfr. GS 69).El concepto de administrador puede ser limitado y dar la
idea que el hombre es un obrero que realiza un encargo. No, el Papa insiste en
que el cuidado del ambiente es un acto de reconocimiento del creador, «a la vez
que podemos hacer un uso responsable de las cosas, estamos llamados a reconocer
que los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios y “por su simple
existencia, lo bendicen y le dan gloria”» (LS 69).
También el hombre trabajando y custodiando lo
creado da gloria a Dios, cuando responde a Dios por el regalo de la creación.
La donación es más perfecta cuando el destinatario es consciente de la misma y
es capaz de aceptarla y agradecerla. Se acepta realmente no sólo al recibir el
don, sino cuando se reconoce a la persona que dona, cuando se identifica la
propia voluntad con la voluntad del donante. La buena administración exige al
hombre, en cuanto imagen de Dios, participar de su Sabiduría y de su Soberanía
sobre el mundo (Cfr. Juan Pablo II, Evangelium
vitae, 42), es decir, relacionarse con la tierra con la misma actitud del
Creador, que no sólo es Omnipotente, sino también Providencia amorosa (cfr.
Juan Pablo II, Redemptor hominis,
15). El hombre recibe el poder de dominar el mundo para perfeccionarlo y
transformarlo «en una hermosa morada donde se respete todo» (Pablo VI, Discurso
a la Conferencia Internacional sobre el ambiente (1.VI.1972)). A través del
hombre, se hace visible y efectiva la providencia de Dios sobre el mundo.
Para lograr una «administración responsable» se
requiere el esfuerzo por conocer la verdad de la entera creación, de su valor y
su significado, a través de un conocimiento no sólo científico sino también
metafísico y teológico, y el trabajo para conducir la creación al destino
querido por Dios (cfr. Juan Pablo II, Sollicitudo
rei socialis, 34). Sólo así, el hombre podrá reconocer los límites de su
obrar. El primer límite de la acción humana sobre el mundo es el mismo hombre,
pues «no debe hacer uso de la naturaleza contra su propio bien, el bien de sus
prójimos y el bien de las futuras generaciones (…).
El segundo límite son los seres creados, es
decir, la voluntad de Dios expresada en su naturaleza. Al hombre no se le
permite hacer lo que quiera y como lo quiera con las criaturas que le rodean.
Al contrario, el hombre debe “cultivarlo” y “custodiarlo”, como enseña la narración
bíblica de la creación (Gn 2, 15). El
hecho de que Dios “dio” al género humano las plantas para comer y el jardín
“para cuidarlo” implica que la voluntad de Dios debe ser respetada cuando se
trata de sus criaturas. Están “confiadas” a nosotros y no simplemente a nuestra
disposición. Por esta razón, el uso de los bienes creados implica obligaciones
morales» (Juan Pablo II, Discurso 18.V.1990, n. 4).
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