jueves, enero 26, 2012

Solo puede ser amigo el que sabe amar

LA INTELIGENCIA DE LA AMISTAD

La mejor forma de emplear la inteligencia es en el amor de amistad y conseguir querer bien y de verdad a los demás, con honestidad. Pascal decía: “el corazón tiene razones que el entendimiento no capta” No es un desprecio a la inteligencia sino saber que ésta se tiene fundamentalmente para amar y en el amor es muy importante acertar, descubriendo lo que se debe amar.

Todas las tendencias del ser humano están potencialmente orientadas hacia el amor, por eso se dice que el hombre busca siempre la felicidad, que se encuentra en el amor. El ser inteligente que ama experimenta una brillantez en su inteligencia y al ver el orden le da prioridad al corazón, para que se extienda todo lo que pueda sin atender a razones formales, que lo podrían limitar. La inteligencia no encasilla al corazón sino que le da libertad para que se expanda. Es una inteligencia que sabe que el corazón debe ser más grande. Es como fiarse de alguien que tiene más capacidad para dar felicidad a uno mismo y a todas las personas.

No emplea bien la inteligencia el que instrumentaliza la amistad buscando beneficios propios o estrategias para sacar adelante proyectos. Buscar un amigo para conseguir algo, o hacer amistad para perseverar en un trabajo, o para dar una buena imagen y tener buenos apoyos en la vida, no es honesto y mucho menos virtuoso.

La amistad se cultiva con el amor a los demás. Es un amor a la otra persona por ella misma. La reciprocidad, propia de la amistad es la correspondencia. Si se quiere que alguien sea bueno es porque se le quiere y la correspondencia está en la conquista de esa bondad que se estaba buscando (esa es la reciprocidad: me está pagando con lo que realmente me hace feliz). No es una paga a un servicio, es la satisfacción del amor. Solo me interesa que sea bueno para que sea feliz y no para recibir algo de él.

El enamoramiento del que sabe amar a Dios y a los demás

Es la inteligencia que se refleja en la conducta constante de una persona enamorada sin los arrebatos, muchas veces estridentes, de los “enamoramientos” pasionales de algunos amores humanos.

La pasión del amor a Dios y al prójimo tiene unas características más elevadas: es la defensa de la verdad con el ejemplo de la propia vida. La verdad se defiende con la sencillez de la verdad, que es imagen de la persona correcta. El mismo Jesucristo dice de sí mismo: Yo soy la verdad…” El que logra identificarse con Cristo se reviste de la verdad.

La expresión de la verdad, cuando se trata de la misma verdad, no es arrogante ni altanera, no lleva consigo el desprecio a los que no se encuentran en el mismo camino. Es tan solo el acierto en decir lo que es verdad rechazando la mentira, que se refleja también en la conducta. La verdad es la humildad de una persona. La persona humilde tiene un extraordinario brillo como persona que es reflejo de Dios: “brille vuestra luz delante de los hombres para que glorifiquen a mi Padre que está en los Cielos”

La pasión por la verdad es su defensa, con la posibilidad de dar la vida como los mártires que son bellísimas personas.

Cuando se tiene la verdad se une a las personas

La unidad es una consecuencia de la verdad y el amor. Es una pasión propia de la persona que ama a Dios y al prójimo. Se lleva en la propia vida como un querer constante. Se busca, sin violencias y sin manejos políticos, y no se para hasta conseguir que todos estén unidos.

Cuando falta el amor a Dios se puede perder la unidad. El afán se queda en un deseo nostálgico de lo que no se tiene y si no se corrige a tiempo se cae en un voluntarismo desordenado y desatinado que quiere conseguir que todos piensen como uno piensa, sin estar subrayada la pura verdad. Es el yo que termina colocando algo de su cosecha, aunque sea un matiz, para que la gente participe de sus ideas. El amor se convertirá en manejo o estrategia para tejer la propia red que consiga los propios pescados. Un liderazgo desvirtuado.

La inteligencia de la verdadera amistad

Se posee la inteligencia de la amistad cuando se encuentra en los demás la motivación principal del amor que llena de felicidad. Es la alegría que se tiene al conocer y valorar a las personas con una disposición constante para ayudar en lo que haga falta con generosidad y sin cansancio.

El que es inteligente con la amistad descansa con los amigos en la relación que tiene con ellos transmitiendo los valores más profundos de la vida. Cuando se tiene verdaderos amigos no es necesario fabricar” espacios artificiales para ser felices. El ambiente lo da la misma presencia de la persona enamorada, no hace falta más. Nadie le pide más que su presencia, “¡qué bueno que estés!” y no desean que se vaya “¡quédate con nosotros!”

No hay nada que alegre tanto en la vida como la presencia de una persona que sabe amar de verdad y cuando son muchas personas las que aman bien y existe entre ellas una sólida amistad, el ambiente es sensacional e inolvidable.

Borremos e nuestra sociedad la triste imagen de los ambientes “alegres” de personas que se escapan de sus compromisos buscando una felicidad egoísta que transmite envidias y resentimientos, con una búsqueda incansable de placer o de poder. Son “amistades mentirosas” que suelen terminar en traición o alejamiento.

Señalemos claramente dónde se encuentra la verdad de la amistad, que toda persona debe conquistar, como un bien de enorme valor, para la felicidad de todos. Que el mundo no se pierda la gran felicidad de una verdadera amistad que perdura siempre.

Agradecemos sus comentarios

jueves, enero 19, 2012

La embriaguez espiritual

EL SENTIDO DE LO SAGRADO

Todo ser humano necesita, para su propia felicidad y para tener una visión más real y objetiva de su finalidad, conocer bien el campo profundo de lo sagrado. Allí se encuentra lo que le da sentido a la vida y lo que más vale la pena conquistar.

Muchos pasan por la vida sin ese descubrimiento y sufren las consecuencias de esa carencia: dudas, aturdimiento, insatisfacción, ignorancia, angustia, resentimiento, sentimientos de venganza. Sin esas luces la sospecha hacia lo torcido y mal intencionado es mucho más fuerte, porque cuesta creer en la bondad de las personas.

En un famoso debate sobre la existencia de Dios realizado en París entre dos intelectuales de renombre, Jean Gittón (católico practicante) y Paul Valery (ateo). Este último reconocía que al no creer en Dios no tenía la confianza y la ternura que poseían los hombres de fe.

En efecto los pastores que se acercan a Belén y se quedan pasmados frente a un Niño que es el Mesías esperado, se llenan de una ternura especial, que es producida no solo por la subjetividad de cada uno frente al encanto de un niño pequeño, ni tampoco solo por la sencillez de los pastores que por ser personas sencillas del campo, llevan consigo esa virtud, sino por la objetividad de la llegada de Dios a la tierra, que es ese Niño tierno recostado en el pesebre. El Niño también atrae a unos reyes que hacen un viaje largo para adorarlo.

Es la presencia de lo Sagrado lo que da sentido y fuerza a todo. Todo cambia, todo se engrandece, todo se llena de alegría y así salen los pastores y los reyes, llenos de felicidad, para anunciar la buena nueva por todas partes.

La salud y la fortaleza de la embriaguez espiritual

Los que reciben los valores que provienen de lo sagrado se llenan de una embriaguez espiritual notable, que es totalmente distinta a la embriaguez material, está última es insegura y peligrosa y la primera segura y saludable, como la que tuvieron los apóstoles el día de Pentecostés.

La fiesta material que termina en embriaguez suele ser bulliciosa y peligrosa, en cambio el festejo de lo sagrado se da con el silencio de la contemplación. En un instante se produce una comunicación profunda que llena a todos de alegría. Una alegría distinta que trasciende y que perdura.

En Belén no había nada, era un establo, todo era pobreza, no habían comodidades, ni anfitriones, ni discursos, ni algarabía. Solo había oración y silencio y se trataba del acontecimiento más importante de la historia.

La Iglesia como canal de comunicación de millones de hombres

Para entender a la Iglesia y al papel del hombre con fe en el mundo (son muchos millones) es necesario entender el valor del silencio y el sentido de lo sagrado.

Igual que en Belén, cuando se entra de la calle a un templo, se suele pasar de la bulla al silencio, de una comunicación cargada de sentimientos subjetivos a una comunicación donde el interlocutor arregla, con su imponente amor, la receptividad del hombre, para que pueda darse un entendimiento de otra dimensión (de fe) y pueda ver las cosas con ojos distintos, y al mismo tiempo, sentir en la propia interioridad, la seguridad que posee un niño protegido por el cariño de sus padres. Es lo que podríamos llamar madurez espiritual.

Sin el sentido de lo sagrado es imposible una religión. La religión no es solo una creencia, indica una elección que Dios hace al hombre pidiéndole un seguimiento y un compromiso. El hombre de fe se ata a un Dios que cura sus deficiencias y lo eleva a una dimensión mucho más alta, que está por encima de lo natural, es una dimensión sobrenatural.

La fe del hombre no se limita en creer en la existencia de Dios, es creer también en lo que Dios dice y hace. En la religión católica Dios Padre envía al Hijo como modelo de amor. Lo primero que hace el Hijo es enseñarle al hombre cómo debe amar a Dios. Lo enseña con su propio ejemplo. El hombre para amar a Dios necesita ser elevado por Dios. Necesita por lo tanto creer en los medios, creados por Dios, para que pueda darse en él esa elevación. Y los medios son la Iglesia y los Sacramentos.

Jesucristo, que es Dios, es el fundador de la Iglesia y le da poder para que pueda ejercer su misión en el mundo como Arca de Salvación para los hombres y al instituir los sacramentos, que están en la Iglesia, alcanza los medios para que los hombres tengan vida sobrenatural. Son acciones sagradas que producen un efecto de purificación y elevación en el hombre.

La Iglesia para responder a la nostalgia de lo sagrado que hay en los corazones de cada persona, crea ocasiones para que el hombre pueda percibir lo divino. Una de esas creaciones es la liturgia, que eleva al hombre en estado de gracia para que pueda realizar una adoración profunda, llena de júbilo y de alegría. La transmisión al corazón del hombre se hace con la palabra de Dios, que ilumina también el entendimiento para que llegue a las alturas de lo sobrenatural. Es una palabra que produce vida penetrando en la vida.

Con la liturgia bien llevada se produce un contagio que hace participar a todos en una alabanza que sale del corazón de cada uno hacia Dios y que vuelve al hombre por acción del mismo Dios. Para el hombre es un extraordinario negocio: aporta poco y recibe mucho. El clima de adoración y recogimiento es un gran estímulo para todos. Todos se sienten bien porque al amar comprueban que son mucho más amados.

Esta experiencia se tiene fundamentalmente en la Santa Misa. Un hombre de fe unido por la comunión de los santos a Dios y a los demás hombres de fe, posee un gran poder para cambiar al mundo hacia el bien.


Agradecemos sus comentarios.

viernes, enero 13, 2012

Joaquín y Ana, las figuras ausentes del Nacimiento

LOS ABUELOS DE JESÚS

¿Dónde estaban los abuelos de Jesús?

Por Nieves San Martín (Fuente: Zenit)

De los abuelos de Jesús, sólo sabemos de dos, los maternos y aún así por tradición y un evangelio apócrifo. Los padres de José el carpintero, o habían muerto ya o el evangelista no los considera relevantes para su relato. En cambio, Joaquín y Ana lo son y mucho.

Una antigua tradición del siglo II atribuye los nombres de Joaquín y Ana a los padres de María. El culto aparece para santa Ana ya en el siglo VI y para san Joaquín después. La devoción a los abuelos de Jesús es una prolongación natural del cariño y veneración a la Madre de Dios.

Según esta tradición, la madre de María nació en Belén. El nombre Ana significa "gracia, amor, plegaria". La Sagrada Escritura nada dice de ella. Todo lo que sabemos está en el evangelio apócrifo de Santiago, según el cual a los 24 años, talludita para la época --las mujeres se desposaban entonces muy pronto, casi adolescentes--, Ana se casó con un propietario rural llamado Joaquín, galileo, de Nazaret. Ana, descendía de la familia real de David. Veamos el papel de las mujeres en toda esta historia.

Los abuelos de Jesús vivían en Nazaret y, según la tradición, dividían sus rentas anuales de esta manera: una parte para los gastos de la familia, otra para el templo y la tercera para los más necesitados.

Llevaban ya veinte años de matrimonio y el hijo no llegaba, ausencia sin duda de la bendición divina, según sus contemporáneos. Ana tiene ya 44 años y le queda poco tiempo para un posible embarazo. En el templo, Joaquín oía murmurar sobre la esterilidad de la familia como algo que les hacía indignos de entrar en la casa de Dios. Joaquín, muy dolorido, se retira al desierto, para pedir a Dios un hijo. Ana intensifica sus ruegos. Recordó a la otra Ana de las Escrituras, en el libro de los Reyes: habiendo orado tanto al Señor, fue escuchada, y así llegó su hijo Samuel, un gran profeta. Un paralelismo evidente en los nombres, y en el resultado de los ruegos.

Desde los primeros tiempos de la Iglesia, los abuelos de Jesús fueron honrados en Oriente; después se les rindió culto en toda la cristiandad, donde se levantaron templos bajo su advocación.

Cuando se visita Tierra Santa, se puede ver la probable casa en la que vivió María su infancia. Fue una niña especial y como tal fue educada. Conocedora de las Escrituras, que enseñó a su hijo Jesús. ¿Y dónde estaban Joaquín y Ana, los abuelos, el día del Nacimiento?

Estaban en Nazaret, pues de allí era María. Se puede entrar hoy también en la casa –una casa de piedra de buena factura, de gente acomodada, como casi todas las de Nazaret, un pueblo próspero- en la que la joven desposada con José recibió el anuncio del enviado Gabriel, y aceptó una misión divina para la que había sido elegida, no sin cierto azaramiento --¿cómo puede ser esto?- en la confianza de la sabiduría del Padre y de la generatividad del Espíritu Santo. ¿Dónde estaban los abuelos de Jesús? ¿Les dijo algo María de todo este tinglado en que la había metido Dios? Si no se lo dijo, pronto vieron los efectos de la palabra divina, siempre eficaz. Y pronto tejieron un círculo de amor en torno a aquella joven encinta e inexperta.

Podemos imaginar a Ana tejiendo ropitas para ese niño tan especial, el Emmanuel. El hijo de María. Seguramente José y María –que eran previsores- partieron para Belén con las alforjas de la mula bien llenas de pañales y ropitas forradas para que el Niño, si es que le daba por llegar en medio del viaje, no pasara frío. En aquella época, los viajes eran una aventura para la que sólo se llevaba billete de ida: salteadores en los caminos, una mula que podía fallar, buscar posada en días de censo y sin precios fijos, los trámites de la burocracia romana podrían tardar más de lo previsto. Lo dicho, una aventura. La vuelta quedaba en manos de la Providencia. Lo del frío que pasó Jesús cuando nació no deja de ser una bonita consideración piadosa de la devoción de san Alfonso María de Ligorio, en su famoso villancico Tu scendi dalle stelle. Ligorio y otros autores hablan del frío y el hielo de aquella noche –en una traslación del clima europeo a la templada Tierra Santa, donde por mucho que nos empeñemos en poner nieve en los belenes no nieva--, pero se refieren más bien al frío espiritual de la indiferencia y del abandono de la ley del pueblo santo. A templar, o mejor incendiar, ese frío venía Jesús.

¿Dónde estaban los abuelos de Jesús en la noche más santa del año? Estaban en las puntadas de las ropitas y provisiones confeccionadas por Ana. En la oración asidua por los nuevos esposos, para que el viaje fuera bien y la flamante familia regresara pronto a Nazaret. En el pensamiento de María y José al ver la cara de ese niño tan esperado. Esperado por siglos y naciones. Esa alegría tuvo que viajar sin palabras, a la velocidad de la luz, y más, hasta el corazón de Joaquín y Ana, que esperaban la buena noticia en Nazaret. Nadie quita que alguna caravana, contactada por José, les llevara el feliz anuncio del Nacimiento. Y si hubo un enviado de Dios a los pastores, un sueño que puso en marcha a los sabios de Oriente, un sueño que avisó a José varias veces, ¿no habría un mensaje divino para los felices abuelos? Seguro que sí.

Abuelos en la distancia de estos primeros días. Como tantos abuelos que ven a sus hijos emigrar a otra tierras más benéficas, otras tierras donde labrar un futuro para sus familias. Tantos abuelos que esperan el regreso de unos nietos que quién sabe si no dejaron los sueños enredados entre las olas que embestían a una patera cruzando el estrecho. Quién sabe si encontraron la paz, justicia y libertad que no tenían en su tierra. Quién sabe si por fin pudieron dirigirse a Dios, sin tener que mirar alrededor por si su oración ofendía a alguien. Quién sabe si encontraron una vida digna y un medio de ganarse la vida honestamente. Quién sabe... Los abuelos siempre esperan. Su casa sigue abierta. Podemos imaginar a Joaquín y Ana esperando y luego conociendo, por fin, a su nieto a la vuelta del largo exilio no programado –con emigración a Egipto incluida para esquivar a Herodes y vuelta directa a Nazaret para eludir a Arquelao--. Les podemos imaginar llenándole de besos, cantándole canciones para dormir, haciéndole regalos y, seguro, enseñándole las oraciones y las palabras de Dios a su pueblo elegido.

Podemos imaginar a María, yendo a la compra y dejando al pequeño en casa de los abuelos por unas horas. Por vivir en el siglo I los abuelos de Jesús seguro que no se libraron ¡de hacer de canguros!

Joaquín y Ana, las figuras ausentes del Nacimiento

LOS ABUELOS DE JESÚS

¿Dónde estaban los abuelos de Jesús?

Por Nieves San Martín (Fuente: Zenit)

De los abuelos de Jesús, sólo sabemos de dos, los maternos y aún así por tradición y un evangelio apócrifo. Los padres de José el carpintero, o habían muerto ya o el evangelista no los considera relevantes para su relato. En cambio, Joaquín y Ana lo son y mucho.

Una antigua tradición del siglo II atribuye los nombres de Joaquín y Ana a los padres de María. El culto aparece para santa Ana ya en el siglo VI y para san Joaquín después. La devoción a los abuelos de Jesús es una prolongación natural del cariño y veneración a la Madre de Dios.

Según esta tradición, la madre de María nació en Belén. El nombre Ana significa "gracia, amor, plegaria". La Sagrada Escritura nada dice de ella. Todo lo que sabemos está en el evangelio apócrifo de Santiago, según el cual a los 24 años, talludita para la época --las mujeres se desposaban entonces muy pronto, casi adolescentes--, Ana se casó con un propietario rural llamado Joaquín, galileo, de Nazaret. Ana, descendía de la familia real de David. Veamos el papel de las mujeres en toda esta historia.

Los abuelos de Jesús vivían en Nazaret y, según la tradición, dividían sus rentas anuales de esta manera: una parte para los gastos de la familia, otra para el templo y la tercera para los más necesitados.

Llevaban ya veinte años de matrimonio y el hijo no llegaba, ausencia sin duda de la bendición divina, según sus contemporáneos. Ana tiene ya 44 años y le queda poco tiempo para un posible embarazo. En el templo, Joaquín oía murmurar sobre la esterilidad de la familia como algo que les hacía indignos de entrar en la casa de Dios. Joaquín, muy dolorido, se retira al desierto, para pedir a Dios un hijo. Ana intensifica sus ruegos. Recordó a la otra Ana de las Escrituras, en el libro de los Reyes: habiendo orado tanto al Señor, fue escuchada, y así llegó su hijo Samuel, un gran profeta. Un paralelismo evidente en los nombres, y en el resultado de los ruegos.

Desde los primeros tiempos de la Iglesia, los abuelos de Jesús fueron honrados en Oriente; después se les rindió culto en toda la cristiandad, donde se levantaron templos bajo su advocación.

Cuando se visita Tierra Santa, se puede ver la probable casa en la que vivió María su infancia. Fue una niña especial y como tal fue educada. Conocedora de las Escrituras, que enseñó a su hijo Jesús. ¿Y dónde estaban Joaquín y Ana, los abuelos, el día del Nacimiento?

Estaban en Nazaret, pues de allí era María. Se puede entrar hoy también en la casa –una casa de piedra de buena factura, de gente acomodada, como casi todas las de Nazaret, un pueblo próspero- en la que la joven desposada con José recibió el anuncio del enviado Gabriel, y aceptó una misión divina para la que había sido elegida, no sin cierto azaramiento --¿cómo puede ser esto?- en la confianza de la sabiduría del Padre y de la generatividad del Espíritu Santo. ¿Dónde estaban los abuelos de Jesús? ¿Les dijo algo María de todo este tinglado en que la había metido Dios? Si no se lo dijo, pronto vieron los efectos de la palabra divina, siempre eficaz. Y pronto tejieron un círculo de amor en torno a aquella joven encinta e inexperta.

Podemos imaginar a Ana tejiendo ropitas para ese niño tan especial, el Emmanuel. El hijo de María. Seguramente José y María –que eran previsores- partieron para Belén con las alforjas de la mula bien llenas de pañales y ropitas forradas para que el Niño, si es que le daba por llegar en medio del viaje, no pasara frío. En aquella época, los viajes eran una aventura para la que sólo se llevaba billete de ida: salteadores en los caminos, una mula que podía fallar, buscar posada en días de censo y sin precios fijos, los trámites de la burocracia romana podrían tardar más de lo previsto. Lo dicho, una aventura. La vuelta quedaba en manos de la Providencia. Lo del frío que pasó Jesús cuando nació no deja de ser una bonita consideración piadosa de la devoción de san Alfonso María de Ligorio, en su famoso villancico Tu scendi dalle stelle. Ligorio y otros autores hablan del frío y el hielo de aquella noche –en una traslación del clima europeo a la templada Tierra Santa, donde por mucho que nos empeñemos en poner nieve en los belenes no nieva--, pero se refieren más bien al frío espiritual de la indiferencia y del abandono de la ley del pueblo santo. A templar, o mejor incendiar, ese frío venía Jesús.

¿Dónde estaban los abuelos de Jesús en la noche más santa del año? Estaban en las puntadas de las ropitas y provisiones confeccionadas por Ana. En la oración asidua por los nuevos esposos, para que el viaje fuera bien y la flamante familia regresara pronto a Nazaret. En el pensamiento de María y José al ver la cara de ese niño tan esperado. Esperado por siglos y naciones. Esa alegría tuvo que viajar sin palabras, a la velocidad de la luz, y más, hasta el corazón de Joaquín y Ana, que esperaban la buena noticia en Nazaret. Nadie quita que alguna caravana, contactada por José, les llevara el feliz anuncio del Nacimiento. Y si hubo un enviado de Dios a los pastores, un sueño que puso en marcha a los sabios de Oriente, un sueño que avisó a José varias veces, ¿no habría un mensaje divino para los felices abuelos? Seguro que sí.

Abuelos en la distancia de estos primeros días. Como tantos abuelos que ven a sus hijos emigrar a otra tierras más benéficas, otras tierras donde labrar un futuro para sus familias. Tantos abuelos que esperan el regreso de unos nietos que quién sabe si no dejaron los sueños enredados entre las olas que embestían a una patera cruzando el estrecho. Quién sabe si encontraron la paz, justicia y libertad que no tenían en su tierra. Quién sabe si por fin pudieron dirigirse a Dios, sin tener que mirar alrededor por si su oración ofendía a alguien. Quién sabe si encontraron una vida digna y un medio de ganarse la vida honestamente. Quién sabe... Los abuelos siempre esperan. Su casa sigue abierta. Podemos imaginar a Joaquín y Ana esperando y luego conociendo, por fin, a su nieto a la vuelta del largo exilio no programado –con emigración a Egipto incluida para esquivar a Herodes y vuelta directa a Nazaret para eludir a Arquelao--. Les podemos imaginar llenándole de besos, cantándole canciones para dormir, haciéndole regalos y, seguro, enseñándole las oraciones y las palabras de Dios a su pueblo elegido.

Podemos imaginar a María, yendo a la compra y dejando al pequeño en casa de los abuelos por unas horas. Por vivir en el siglo I los abuelos de Jesús seguro que no se libraron ¡de hacer de canguros!

jueves, enero 05, 2012

Tratar bien a las personas

EL HEROISMO DE LO COTIDIANO

A veces se piensa que lo heroico son las gestas que un hombre realiza para sacar adelante un proyecto de envergadura, o la tenacidad de permanecer siempre en un sitio a pesar de las dificultades. Es la imagen de un Superman que no teme a nada y que todo lo puede. También se llama héroe al que lo hizo a pesar de las dificultades.

A esas nociones generales les falta añadir los motivos de fondo y las circunstancias que rodean a la acción. ¿por qué se hacen las cosas? y ¿qué se está buscando?

Si la vida de una persona tiene un norte claro y correcto y sus acciones están dirigidas a la adquisición de esos objetivos con los medios lícitos y su esfuerzo personal, lo lógico sería que todo vaya bien; sin embargo esa persona tendrá que saltar sobre los obstáculos que aparezcan en el camino.

Cuando los obstáculos son aspectos técnicos: conocer mejor las cosas o lograr una mayor habilidad, es fácil superar esas dificultades con el esfuerzo que se pone; en cambio cuando las dificultades las ponen otras personas, el hombre puede encontrarse entrampado sin saber qué hacer y tentado a dar batallas para ganar contiendas, separando a los adversarios que aparecen en el camino.

Esto es lo que habitualmente ocurre con las grandes mayorías, porque el hombre se olvida que su misión principal es el amor a Dios y el amor a los demás. A cada uno le toca resolver las dificultades que pueda tener con el prójimo, para eso está la inteligencia.

Usar la inteligencia para tratar bien a las personas

El hombre inteligente y bueno consigue relacionarse bien con todos. No es un diplomático que cuida las formas, es una persona que sabe situarse para ayudar y servir a los demás.

Muchos pasan por la vida cargando sus nervios y guardando ciertas distancias con el prójimo para no entrar en conflicto. Se podría decir que viven aguantando, o dicho con un término más moderno: tolerando. El tolerante que no tiene amor crea con su dejadez un ambiente de indiferencia que incomoda a los demás: pasa de largo, no dice nada, se ubica en sus refugios o estuches para que nadie lo moleste, es muy difícil saber lo que piensa o lo que siente.

El tolerante que quiere hacer respetar sus derechos saca el reglamento para marcar los límites con los demás, hace cumplir las cosas a rajatabla, a todos los quiere hace vivir de acuerdo con la ley sin ningún tipo de epiqueyas, no sabe tener detalles, castiga con su dureza y severidad. En su trabajo maneja las cosas para sacarlas adelante y no perder; y como no sabe amar, deja heridos en el camino. Hiere con su aparente eficacia y no le entran balas.

San Josemaría Escrivá decía que quienes “buscan crucificarse ante la mirada atónita de miles de espectadores, no saben sufrir los pequeños alfilerazos de cada día” Efectivamente no son pocos los que están haciendo su propia gestión. Les parece que su presencia es fundamental, se sienten en el centro y piensan que todos están viendo cómo se desempeñan, ellos también miran a los jefes buscando la aprobación de sus trabajos. Están tan pendientes de sí mismos y de su actividad, que pasan de largo frente a los demás sin detenerse para nada. Solo les preocupa lo suyo, lo que están haciendo.

Son los que se escapan por la puerta falsa para no tener que ayudar. Cuando ven una persona necesitada se pasan a la vereda de enfrente y procuran no mirar, para no comprometerse. Si llega alguien no esperado a la oficina continúan en lo que están haciendo sin levantar para nada la cara. No son capaces de parar un poco y atender a las personas con una amable sonrisa y siendo generosos con el tiempo.

Los que saben sufrir los “pequeños alfilerazos de cada día” son los que saben querer a las personas: tienen detalles, se preocupan de cada uno, saludan con verdadero cariño, se alegran con el prójimo, saben, con palabras de San Josemaría, “ponerse de alfombra para que pisen blando los demás”

Al tener durante el tiempo de Navidad los Nacimientos en las casas allí se puede contemplar en buen trato. Las situaciones son apremiantes, es un establo, no hay comodidades, todo es pobreza, hay frío, sin embargo la acogida de los que están allí da un calor entusiasmante. No hay bulla, casi nadie habla, solo hay gestos y una actitud que refleja una profunda alegría que se transmite a todos los que se acercan. Todos son bienvenidos y se sienten como en su propia casa, al final se van más felices que nunca. Es solo un ambiente, pero de personas que aman y están en los detalles.

¡Que gran lección para aprender a tratar a los demás con verdadero cariño! , en eso consiste el heroísmo de lo cotidiano.

Agradecemos sus comentarios.

Tratar bien a las personas

EL HEROISMO DE LO COTIDIANO

A veces se piensa que lo heroico son las gestas que un hombre realiza para sacar adelante un proyecto de envergadura, o la tenacidad de permanecer siempre en un sitio a pesar de las dificultades. Es la imagen de un Superman que no teme a nada y que todo lo puede. También se llama héroe al que lo hizo a pesar de las dificultades.

A esas nociones generales les falta añadir los motivos de fondo y las circunstancias que rodean a la acción. ¿por qué se hacen las cosas? y ¿qué se está buscando?

Si la vida de una persona tiene un norte claro y correcto y sus acciones están dirigidas a la adquisición de esos objetivos con los medios lícitos y su esfuerzo personal, lo lógico sería que todo vaya bien; sin embargo esa persona tendrá que saltar sobre los obstáculos que aparezcan en el camino.

Cuando los obstáculos son aspectos técnicos: conocer mejor las cosas o lograr una mayor habilidad, es fácil superar esas dificultades con el esfuerzo que se pone; en cambio cuando las dificultades las ponen otras personas, el hombre puede encontrarse entrampado sin saber qué hacer y tentado a dar batallas para ganar contiendas, separando a los adversarios que aparecen en el camino.

Esto es lo que habitualmente ocurre con las grandes mayorías, porque el hombre se olvida que su misión principal es el amor a Dios y el amor a los demás. A cada uno le toca resolver las dificultades que pueda tener con el prójimo, para eso está la inteligencia.

Usar la inteligencia para tratar bien a las personas

El hombre inteligente y bueno consigue relacionarse bien con todos. No es un diplomático que cuida las formas, es una persona que sabe situarse para ayudar y servir a los demás.

Muchos pasan por la vida cargando sus nervios y guardando ciertas distancias con el prójimo para no entrar en conflicto. Se podría decir que viven aguantando, o dicho con un término más moderno: tolerando. El tolerante que no tiene amor crea con su dejadez un ambiente de indiferencia que incomoda a los demás: pasa de largo, no dice nada, se ubica en sus refugios o estuches para que nadie lo moleste, es muy difícil saber lo que piensa o lo que siente.

El tolerante que quiere hacer respetar sus derechos saca el reglamento para marcar los límites con los demás, hace cumplir las cosas a rajatabla, a todos los quiere hace vivir de acuerdo con la ley sin ningún tipo de epiqueyas, no sabe tener detalles, castiga con su dureza y severidad. En su trabajo maneja las cosas para sacarlas adelante y no perder; y como no sabe amar, deja heridos en el camino. Hiere con su aparente eficacia y no le entran balas.

San Josemaría Escrivá decía que quienes “buscan crucificarse ante la mirada atónita de miles de espectadores, no saben sufrir los pequeños alfilerazos de cada día” Efectivamente no son pocos los que están haciendo su propia gestión. Les parece que su presencia es fundamental, se sienten en el centro y piensan que todos están viendo cómo se desempeñan, ellos también miran a los jefes buscando la aprobación de sus trabajos. Están tan pendientes de sí mismos y de su actividad, que pasan de largo frente a los demás sin detenerse para nada. Solo les preocupa lo suyo, lo que están haciendo.

Son los que se escapan por la puerta falsa para no tener que ayudar. Cuando ven una persona necesitada se pasan a la vereda de enfrente y procuran no mirar, para no comprometerse. Si llega alguien no esperado a la oficina continúan en lo que están haciendo sin levantar para nada la cara. No son capaces de parar un poco y atender a las personas con una amable sonrisa y siendo generosos con el tiempo.

Los que saben sufrir los “pequeños alfilerazos de cada día” son los que saben querer a las personas: tienen detalles, se preocupan de cada uno, saludan con verdadero cariño, se alegran con el prójimo, saben, con palabras de San Josemaría, “ponerse de alfombra para que pisen blando los demás”

Al tener durante el tiempo de Navidad los Nacimientos en las casas allí se puede contemplar en buen trato. Las situaciones son apremiantes, es un establo, no hay comodidades, todo es pobreza, hay frío, sin embargo la acogida de los que están allí da un calor entusiasmante. No hay bulla, casi nadie habla, solo hay gestos y una actitud que refleja una profunda alegría que se transmite a todos los que se acercan. Todos son bienvenidos y se sienten como en su propia casa, al final se van más felices que nunca. Es solo un ambiente, pero de personas que aman y están en los detalles.

¡Que gran lección para aprender a tratar a los demás con verdadero cariño! , en eso consiste el heroísmo de lo cotidiano.

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