jueves, setiembre 20, 2012


Cegueras de la juventud
IMBERBES TEMERARIOS
La semana pasada me visitó un amigo joven, que seguía herido hondamente por la muerte de su hermano mellizo y su mejor amigo, en un accidente automovilístico en el que él también estuvo y por suerte salió ileso.  Ocurrió hace unos años al salir de una fiesta en la madrugada. Pusieron los medios pero no pudieron evitar la tragedia. Parece que los que murieron estaban pedidos.
Mi amigo me enseñaba unas hojas que había escrito para editar un libro que quería titular “Soberana estupidez”  Un título un tanto agresivo y tal vez insultante para los jóvenes que arriesgan sus vidas por una diversión.
Era comprensible su indignación y muy sensata su propuesta. Me hablaba con la preocupación de querer evitar que  sigan sucediendo accidentes similares que cortan la vida de la gente joven por la “soberana estupidez” de ponerse en riesgo por unas horas de diversión,  “¡son de corrupción y deterioran la salud!” decía justificando el tono dramático de sus consideraciones.
Mi amigo ya pasó los 30 años, cuando tenía 16 vino a Lima con su hermano mellizo para seguir una carrera universitaria. Tenían proyectos muy interesantes para ser brillantes profesionales, además gozaban de muy buena salud y prestigio entre sus amigos, nunca se perdían las reuniones sociales.
Sus padres, en la provincia, les habían advertido de los peligros que habían los fines de semana, por los excesos de licor en las reuniones. Ellos escuchaban los consejos pero tenían la seguridad de que no les pasaría nada. La típica presunción propia de la inmadurez juvenil. Ellos siempre salían cuando les invitaban y se divertían mucho en las fiestas y reuniones. Estaban, como suele decirse, dentro de su propia ley.
Siempre, para contentar a sus padres, volvían a sus casas en taxi, como les habían recomendado.  Las diversiones y el jale de los amigos era tan fuerte que no querían  pensar que a esas horas avanzadas circulaban conductores ebrios que eran una amenaza constante para cualquiera.
Un día, como de costumbre, se retiraron de una fiesta muy alegres, un poco subiditos por el licor, y cogieron el taxi de turno para volver a la casa. Mi amigo estaba en el asiento posterior con su hermano y junto al taxista se sentó su mejor amigo de la infancia.
Cuando faltaba poco para llegar, otro carro que iba a excesiva velocidad y con un conductor ebrio, se estrelló contra ellos y terminaron apretujados contra el muro de un puente peatonal. Mi amigo logró salir del carro por la ventana trasera y vio que los demás estaban mal heridos y atrapados por los fierros retorcidos.
Con desesperación empezó a gritar para que vinieran a rescatarlos y nadie se acercaba. Veía que los carros pasaban velozmente y no se detenían. Le angustiaba ver cómo se iban desangrando sin que nada pudiera hacer, hasta que por fín, después de varios minutos llegó  la policía con la ambulancia.
Mi amigo extenuado y frustrado fue conducido a un hospital mientras los hombres del rescate intentaban con unas sierras eléctricas, librar a los heridos que ya habían perdido el conocimiento.  
Todo fue inútil porque  murieron antes de llegar al hospital.  Junto al taxista y al chofer del otro carro yacían en la morgue el hermano de mi amigo y el mejor de sus amigos. El drama creció y fue muy doloroso cuando llegaron los familiares.
De allí que mi amigo, sin haberse curado de ese tremendo dolor que lo dejó marcado, escribía esas páginas ardientes con una vehemencia inusitada. Buscaba que lo apoyara y no era para menos. Él mismo había experimentado lo que fue consecuencia de una “soberana estupidez”
No es el primero que frente a una tragedia se vuelve totalmente radical en su planteamiento para evitar que otros pasen por lo mismo. Los sacerdotes tenemos la experiencia de haber enterrado a muchos en análogas circunstancias. Lo malo es que la sociedad ha perdido las riendas de la educación.
Poco pueden hacer ahora los padres para evitar que sucedan estas tragedias. Los jóvenes se han convertido en los dueños de su tiempo y les parece que es un derecho inalienable el salir con sus amigos a las reuniones nocturnas donde está presente el licor y otros sucedáneos y donde las conversaciones adquieren tonos de insensatez y en ocasiones hasta agresivos.
Las autoridades pretenden paliar esta permisividad social con  planteamientos melifluos como la tolerancia cero para el licor, el programa del amigo sobrio, o la prohibición de la venta del licor a los menores de edad. Nada de esto evitaría lo anterior. El problema es de educación.
Los mismos jóvenes deben entender que hay que cambiar ese sistema, que no es el adecuado. En primer lugar habría que conseguir que las fiestas empiecen y terminen más temprano (para no malograr la salud de nadie), en segundo lugar habría que enseñarles a tomar (la virtud de la sobriedad y la templanza). Las diversiones no deberían ser peligrosas.
A mi amigo indignado, con motivos comprensibles, le aconsejé que cambiará el título del libro que pensaba editar, que en vez de “Soberana estupidez”  pusiera “Imberbes temerarios”  o “La temeridad de los imberbes”  Los jóvenes, al no tener experiencia, no se dan cuenta que los peligros están muy cerca de ellos.

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