Desconsideraciones humanas
EL CUADRO DE LOS DESCALIFICADOS
Cuando
era niño y entraba al colegio lo primero que me encontraba en el hall de
recepción era un enorme cuadro con las fotografías de los mejores alumnos.
Estaban los primeros de la clase y los premios de excelencia.
Cuando
cursaba los primeros años de primaria el cuadro me impresionaba y soñaba con
estar allí, entre los mejores. A ellos los miraba con cierta admiración. He de
confesar que nunca tuve envidia. Me parecía que los primeros tenían que ser
ellos. Uno, sin darse cuenta, se hace hincha de los suyos. Nunca cuestioné que
estuvieran allí. Al niño le parece bien lo que disponen los mayores. Nuestros
educadores, al menos en esos años,
tenían prestigio para nosotros y lo que decían ellos iba a Misa.
Recuerdo
que en Kinder la profesora tenía unas orejas
de burro de tela y al niño que no sabía la lección le colocaba esas orejas y lo paraban en una esquina del
aula. A mi nunca me castigaron así
pero me parecía terrible que algún día, por
no saber la lección, tuviera que estar delante de todos con esa vergonzosa
humillación.
Los
tiempos han pasado, ahora ya no existen los cuadros de méritos ni las orejas de burrro, tampoco las jaladas de oreja, las cachetadas, o el pasar de rodillas toda
la hora de clase. Todo eso se veía
normal y ahora se desaprueba. Hoy al alumno no se le toca y tampoco se le debe
humillar, se está combatiendo el bulling
y todo tipo de discriminación. Sin
embargo el maltrato a las personas, sean
alumnos o profesores, ha crecido considerablemente, se da de una manera
diferente. Se ha eliminado el cuadro de méritos y han aparecido los cuadros de
las descalificaciones.
El cuadro de los descalificados
Los
cuadros de méritos de aquellas épocas, (en
los años 60, del siglo pasado), no hacían más que señalar las cualidades y
calidades de las personas, también el esfuerzo que ponían algunos en los
estudios que era compensado con las buenas notas y los mejores puestos. La
intención de los educadores era resaltar los buenos ejemplos de los que hacían
mejor las cosas.
Está
claro que esa costumbre podía tener muchas deficiencias una de ellas podría
afectar la rectitud de intención de los mejores puestos: sacar buenas notas
solo por destacar y ser los mejores, por la propia gloria humana. Está claro que un colegio no debería
fomentar la vanidad o la presunción de sus alumnos. Demasiadas alabanzas
públicas podrían hacer daño. La otra deficiencia era olvidarse de los otros alumnos
o no considerarlos tanto, solo por el hecho de no destacar, tenerlos un poco de
lado o totalmente al margen. Son descuidos que no deben darse ni en la casa ni
en el colegio.
El valor de las personas
Han
pasado los años y lo que está muy claro es los que sistemas no van a marcar el
éxito o fracaso de los alumnos. La educación depende fundamentalmente de las
personas, de la relación que hay entre padres e hijos y entre maestros y
alumnos. Y la relación es buena cuando se transmite, con amor, los valores que
son esenciales para la formación de las personas. No depende del 20 que saque o
que sea el primero de la clase, sino de la formación que está recibiendo, ¡también para que saque 20!, pero con
una intención correcta: acertar en el amor al prójimo con el desarrollo de las
virtudes que hacen noble y leal a la persona. No es formar al chancón o al ambicioso egoísta, que luego se vuelve manipulador. Es formar
personas humildes y sencillas que sean fieles a sus compromisos amando y
comprendiendo a los demás en las distintas circunstancias de la vida.
Canonizaciones y condenas
La
sociedad que se aleja de Dios canoniza y condena con excesiva facilidad a las
personas.
Cuando
todo va bien los halagos y las condecoraciones se multiplican, como los curriculum vitae lleno de hojas
inmaculadas que reflejan calidad y hasta genialidad. En los discursos de
presentación de una persona se oyen los elogios que destacan las virtudes del
flamante que toma el puesto.
En
cambio cuando alguien mete la pata,
la condena le llega como un rayo, con las calificaciones más severas y
drásticas que se puedan encontrar. Es como le ocurre a un entrenador de fútbol, si gana todos lo
quieren y si pierde se tiene que ir, ya no se quiere contar con él. Por un solo
fracaso se olvidan los éxitos anteriores.
La descalificación como sistema
Hoy
mucha gente vive descalificando constantemente a los demás. Siempre están
hablando mal de alguien y al hacerlo le hacen una ficha y terminan congelándolo.
El terrible juicio humano (extremadamente
terco) dictamina: fulanito es tal por
cual y su sitio es ese… colocándolo lejos de las mejores posibilidades.
Si
la persona que hace el juicio es un jefe, podría perjudicar la vida y el futuro
de algún subordinado. Lamentablemente hoy muchas personas han sufrido la injusticia de una descalificación de por vida, sin poder llegar a metas más altas porque fue desaprobado por un
superior que lo dejó fichado como no apto para la posteridad.
Es una de las injusticias más habituales
que suele pasar desapercibida.
Examen de conciencia personal
A
cada uno le toca ver, examinando su propia conciencia, si suele descalificar a
los demás. Si habitualmente descalifica, debe corregir esa desviación, aunque
tenga sobrados motivos.
La
descalificación podría ser interna o externa. Si es interna le será muy difícil
querer a los demás, estará como trabado para llevarse bien con la gente.
Si
es externa, el desahogo lo puede aliviar, pero al salir algo negativo de su
interioridad puede convertirse en un crítico constante de los defectos del
prójimo y tener una actitud de fastidio o altanera que a nadie le gusta. El que
lo escucha podría hacerle caso, para no contristar, pero en el fondo se iría
alejando diciendo para sí mismo: “si así
habla de los demás cuando no están presentes, ¿qué dirá de mi cuando no estoy?”
Un
día el Papa Francisco, respondiéndole a un periodista que le hizo una pregunta
comprometida, le dijo: “¿quién soy yo para juzgar? le dio
la respuesta que reflejaba la
nobleza de su alma.
Las
respuestas que debe dar un cristiano que ama a Dios y a los demás no son
diplomáticas, propias de una actuación, son sinceras y están llenas de
consideración por las personas.
A
las personas las debemos amar. Si no percibimos que sale de nuestra
interioridad un amor auténtico es necesario que cambiemos de inmediato, hay que
limpiar el fondo.
El
que ama dice la verdad y se aleja
de la crítica y de la murmuración; tiene una actitud llena de comprensión,
unida a una valoración por cada persona en particular. No es hipocresía, es la
finura del amor que enciende y levanta a las personas, no las hunde. En cambio
el que descalifica, humilla y hunde porque no sabe amar. Tampoco dice la
verdad, le faltan datos y lo que realmente respalda: la humildad que trasciende
de un corazón lleno de amor.
Es
necesario que cada uno tenga un cuadro de méritos donde todos estén incluidos, de un modo distinto, pero incluidos de verdad porque son realmente queridos
con toda el alma, si medianías ni disfraces, sin cumplidos ni gestos diplomáticos.
Es mucho más fuerte amar que compensar.
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