Piruetas
callejeras
LOS CONTORSIONISTAS DE LA LUZ ROJA
Cada
día vemos más contorsionistas en las calles limeñas que aprovechan la luz roja
de los semáforos para entregarles a los automovilistas un espectáculo original a
cambio de una pequeña moneda, que muchas veces ni la encuentran.
Son
personas con una habilidad especial para los malabares o los saltos ornamentales, que han ensayado un número
espectacular hasta la saciedad para poder presentarse a un público transeúnte
que no paga entrada y que obligatoriamente está presente durante segundos, en
esas escuetas funciones de la
calle, sin aplausos, y con las prisas
de pasar pronto con la luz verde.
Bastan
esos escasos minutos de función gratuita para comprobar que, por muy
habilidosos que sean, solo llegan a despertar una efímera admiración, que se apaga enseguida, por la prisa que
se suele llevar en esas circunstancias de paso.
Los
escenarios de los artistas
Es
distinto cuando estos habilidosos personajes están en los teatros o en los
circos para divertir a la gente. Esas actividades lúdicas tienen su sitio allí,
en escenarios donde acude un público que quiere verlos y está dispuesto a pagar
la entrada, porque valora la profesionalidad del artista que incluso se puede
convertir en ídolo.
En
cambio al contorsionista de la calle se le suele ver como a un mendigo que busca una dádiva. No se le
paga tanto por el espectáculo, se le entrega más bien una limosna por compasión.
El
que está haciendo piruetas en las esquinas descubrirá con el tiempo que su
habilidad no moverá necesariamente la disposición de las personas para hacer
más larga la función. Su escueta intervención no es más que un breve
espectáculo de intromisión en un escenario, donde la vida del espectador esta
yendo por otro lado. Es como decirle al que pasa: “detente un momento y mira lo que te estoy ofreciendo”
Ser admirado y ganar un sol
El
artista callejero se siente con derecho a interrumpir para ofrecer algo que
tenga una retribución inmediata: la
admiración y la dádiva a la que cree tener derecho. Es además, lo que
busca denodadamente para poder subsistir.
Está
claro que llamar la atención no significa ser aprobado. En esas esquinas donde “hay función” nadie suele estacionar su
carro para seguir viendo el espectáculo, todo es muy rápido porque la vida no
se puede detener cuando se está yendo por la calle con la prisa de llegar donde
se tiene que ir.
El
espectador interesado que presta atención y se detiene, puede quedar admirado
por lo que ve y se dará cuenta que el contorsionista
de marras es una persona original, que quiere “ganarse la vida”
de esa manera un poco forzada. Es probable que su admiración quede matizada por
la inevitable compasión, que motiva la entrega de la limosna.
También
existen cientos o miles que pasan y no se inmutan, no les interesa el espectáculo, algunos muestran claramente su
indiferencia, e incluso su desacuerdo. No quieren ver y desean que la luz del
semáforo se ponga verde para seguir de largo, sin que nadie los moleste.
Si
hubiera que juzgar sobre la oportunidad de estas funciones de un modo democrático, diríamos que las grandes mayorías
prefieren que las esquinas estén libres.
Ocurre en
las grandes ciudades del mundo
Estas
intervenciones informales no son exclusivas de las calles limeñas, se dan
también en otros países. En los lugares más fríos de instalan en los paraderos
del metro, o en las estaciones del tren. No solo contorsionistas, hay también cantantes, adivinos, magos, fakires,
vendedores de chucherías, hippies, discapacitados, expresidiarios, mendigos,
etc. que buscan la atención del público para ganar unos centavos.
Estos
originales artistas, igual que los mendigos, o los pobres vendedores de
minucias, ven que todos los días pasan cientos y miles que no les hacen ni caso.
Solo unos pocos se detienen, más por curiosidad que por benevolencia, salvo
contadas excepciones.
La soledad
en la calles llenas
Con
la multiplicación de estas actividades, las calles pobladas de las grandes
urbes son ruidosas y se ven congestionadas. La vida del ruido informal retrata
la soledad del hombre que deambula distrayéndose con lo que encuentra para
mover sus sentimientos: pasea, mira, se
sienta, hace conjeturas… mientras observa ese mundillo callejero, sin conseguir, en el ruidoso mercado de ofertas, la receta mágica para ser feliz.
No es el lugar adecuado, quizá se escapó de su casa para buscar “algo mejor”
Es
muy difícil que los actores y los espectadores de esos mundos informales consigan allí lo que en el fondo están buscando para la
realización de sus propias vidas. Habría que mirar antes cómo están sus
familias, para poder ver qué es lo que les está faltando. En esos escenarios
hay una suerte de incomunicación y de distancia entre el artista y el
espectador. Se quedan cortos en lo que realmente están buscando.
Los
que pasan rápido y no se detienen (que
son la mayoría) podrían calificar esos espectáculos como un fenómeno social
de protesta de personas heridas que buscan afecto, gente necesitada que quiere
llamar la atención para que alguien les haga caso y así se sientan aliviados
con los que se acercan.
Efectivamente,
eso podría estar pasando con esos artistas y algunos espectadores que se
detienen. No se puede dejar de constatar las heridas que hay en los corazones
de los hombres. Esos escenarios son como cuadros maquillados por la oferta del
espectáculo, que esconden dolorosos problemas humanos.
Las
piruetas que causan admiración, pueden servir, tal vez, para aliviar
momentáneamente el dolor, pero la curación no llega si falta el amor que las
personas deben recibir y que procede fundamentalmente del hogar. También en las
personas callejeras se nota la
ausencia del cariño familiar.
La fuerza del cariño familiar
La
calle no es el lugar ideal para sanar. Se necesita la familia y si ésta no
está, podrían suplir, en algo, las
personas generosas que saben amar, que no suelen ser los transeúntes que pasan
rápido.
La
calle es para circular, por ella se desplazan todos: ricos y pobres, artistas, deportistas, profesionales y obreros, niños,
jóvenes y ancianos. En la calle circulan
los que caminan tristes porque tienen problemas, los que están alegres
porque pueden amar y son amados, los que salen para negociar y también los que
van a matar o robar. Todos circulan motivados por algo que quieren hacer para
bien o para mal.
Todos
necesitan el afecto y la estima del cariño humano para ser felices. En la calle
se nota esta ausencia que se convierte en un reto para el que quiera amar. Las
calles no mejorarán con un tránsito más fluido sino con personas mejor formadas.
En la familia es donde se encuentra lo que la calle y la sociedad necesita:
gente con un corazón ordenado que funciona bien.
Un
artista que ha curado las heridas de su corazón es doblemente artista, porque
transmitirá con su actuación lo más valioso que pueda llevar con él: un amor
que es difusivo y trascendente. La habilidad de sus piruetas se conjugará con
el arte de su corazón ordenado para lograr la felicidad de los espectadores. Ya
no buscará la dádiva del que pasa por la esquina, ahora entregará con
generosidad el tesoro que sale de su corazón y que encuentra los mejores
escenarios para hacer felices a los demás.
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