viernes, mayo 15, 2015


El dolor mezquino de la envidia
EL RESENTIMIENTO SOCIAL (II)
La envidia es un pecado que puede venir en cualquier momento de la vida para esclavizar a una persona con un calentón o con una tristeza. Se da entre personas cercanas: familiares parientes y las amistades más íntimas.
Es un fastidio desagradable que se tiene al pensar que otra persona es mejor, porque le va bien en la vida o porque ha podido conseguir un status superior, un puesto más relevante, un negocio exitoso, un sueldo más alto, unas calificaciones excelentes y por lo tanto recibe mejores consideraciones. El envidioso critica y no acepta los progresos ajenos, piensa que los éxitos alcanzados no son meritorios y se deben a injustas influencias o preferencias. Al compararse, de un modo exageradamente competitivo, va creciendo en él un complejo de inferioridad.
Además el envidioso puede considerarse a si mismo honrado y equitativo, frente a personas injustas (piensa él), con intenciones torcidas, que buscan aprovecharse de todo. (Suele ser negativo en sus apreciaciones). Piensa al mismo tiempo que él no ha sido beneficiado como otros, a pesar de sus esfuerzos y sacrificios continuos, con el convencimiento de que gracias a él, muchas personas han conseguido salir adelante. Esa es la tónica que predomina cuando se padece de envidia.
La persona envidiosa reclama constantemente una mejor atención por parte de los demás con recursos que deberían alcanzarle por obligación, porque merece y tiene derecho de recibir esas atribuciones. Trata de imponer un sistema para que los demás le alcancen los requerimientos que solicita.

El envidioso vive resentido y cree que los demás se han olvidado de él
El ambiente social de extremada sensibilidad llama, de un modo casi imperativo y de poco respeto, a una obligada comprensión por “el pobrecito” que está dolido (resentido) y que exige derechos apoyándose en una colectividad herida (envidia social) que le da la “razón” para sus reclamos. Todos los demás tendrían que aceptar, sin protestar ni pestañear, las exigencias desorbitadas de esas personas heridas (resentidas).
Existe todo un reclamo social que tiene su punto de partida en envidias individuales. Sin que nadie se preocupe realmente de su prójimo, se podrían juntar, en causa común, los que se sienten heridos por alguna injusticia para hacer cargamontón con sus reclamos.
Parecería que todos los que reclaman se encuentran unidos, pero en realidad las envidias nunca unen, porque proceden del amor propio y no de un afán noble de justicia para defender al más débil. Es una suerte de voluntarismo caprichoso y antojadizo que podría llevar a un fanatismo de odios.
Hoy nos encontramos con una sociedad llena de personas heridas que viven protestando y reclamando derechos por todas partes. Son personas que, con tal de recibir, pueden estar dispuestas a cualquier cosa.
Las envidias, como en el caso de Caín, pueden llevar a cometer horrendos crímenes y si se trata de una sociedad entera, podría desencadenarse una guerra entre países cercanos.
Los que viven de las debilidades humanas  (para sacar provecho personal)
Tampoco faltan los atizadores de estos resentimientos que ven la oportunidad de sacar provecho brindando su “ayuda” para organizar “conquistas” Muchos políticos funcionan así, utilizando las heridas de la gente para sacar provecho. En sus discursos exageran la nota y no tienen escrúpulos para atacar con argumentos falsos o hinchados a las personas que pueden hacerle sombra, por ser honradas, a proyectos que ellos presentan y que no son  trigo limpio.
Defender a un resentido no es defender a uno que realmente esté necesitado de ayuda, es hacerle caso a un voluntarista engreído que vive medrando lo ajeno, para que los demás atiendan sus caprichos y saque beneficios sin mérito.
Lo primero que hay que pedirle a la sociedad es que ame la verdad. La sociedad que ama la verdad estará volcada realmente al servicio de los demás. Eso depende del corazón de cada persona.
Si en el corazón no hay resentimiento estará lleno de un amor limpio y ordenando, un amor apto para el desagravio. Para perdonar y llevar con garbo la carga de los demás sin reclamar nada. Tal como lo hizo Nuestro Señor Jesucristo.

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