jueves, agosto 06, 2015


Ecología VII
ECOLOGÍA Y CREACIÓN   por Antonio Porras

Las palabras escogidas por el Papa Francisco para comenzar su encíclica, tomadas del canto a las criaturas de san Francisco de Asís, ponen de evidencia la actitud del hombre, y en concreto del cristiano, de admiración ante la creación, como un niño pequeño que contempla lleno de orgullo las obras de su Padre. Una admiración que lleva a alabar, dar gracias a Dios, quien nos ha hecho el regalo de la creación. Para un cristiano, el cuidado del ambiente no es una acción opcional o extra, sino una cuestión de suma importancia, porque se refiere al cuidado del lugar que su Padre Dios le ha dado como hogar, su casa. Precisamente la palabra ecología deriva del griego οικία, que significa casa, hogar. El subtitulo de la encíclica subraya este hecho: «El cuidado de la casa común», y ofrece una idea que está presente en toda la encíclica: el cristiano no está solo, su filiación le hace sentirse hermano de todos los hombres, el cuidado de la casa es una tarea que compartimos con todos los hombres, también con las generaciones futuras, que como en una familia son las que impulsan a mejorar el ambiente del hogar para acogerlas del mejor modo posible.

La convicción de haber recibido este regalo de Dios hace que «nada de este mundo nos resulte indiferente» (LS 3), porque todas las «criaturas, queridas en su ser propio, reflejan, cada una a su manera, un rayo de la sabiduría y de la bondad infinitas de Dios. Por esto, el hombre debe respetar la bondad propia de cada criatura para evitar un uso desordenado de las cosas» (Catecismo de la Iglesia Católica 339). Los cristianos ante el gran regalo de la creación se sienten «llamados a ser los instrumentos del Padre Dios para que nuestro planeta sea lo que El soñó al crearlo y responda a su proyecto de paz, belleza y plenitud» (LS 53). Esta convicción lleva al cristiano a ser protagonista en primera línea en el cuidado del ambiente.


El estado de nuestra casa

La Iglesia no es ajena a la creciente preocupación por el problema ecológico, basta ver que en la encíclica se citan más de 14 documentos de distintas conferencias episcopales sobre el tema. El primer capítulo de la encíclica se centra en las distintas cuestiones que provocan inquietud acerca del medio ambiente, de aquello que afecta a nuestra casa. No se pretende hacer una descripción completa y detallada de los problemas, sino tomar conciencia y «convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar» (LS 19). Es normal que un hijo se preocupe activamente y sufra por los problemas de su hogar.

La encíclica invita a una investigación seria y honesta que permita conocer las causas de los problemas y evitar descripciones parciales –movida en ocasiones por interés particulares–, que esconden la verdad de los problemas. Entre los que se enumeran, hay uno que llama la atención por no ser considerado muchas veces como un problema ecológico, pero que es coherente con la idea de cuidar nuestra casa común: el «deterioro de la calidad de la vida humana y degradación social» (LS 43-47). Los hombres formamos parte del gran regalo de la creación, y el empeño por el ambiente ha de tener «en cuenta que el ser humano también es una criatura de este mundo, que tiene derecho a vivir y a ser feliz, y que además tiene una dignidad especialísima» (LS 43). La degradación ambiental afecta la vida de muchos seres humanos que son nuestros hermanos.


El evangelio de la creación

El Papa no pretende dar soluciones ni involucrarse en teorías científicas sobre las causas, sino que, convencido de su misión y de las exigencias de la nueva Evangelización, debe “salir” con la Iglesia para anunciar el Evangelio a todos los hombres, iluminando el sentido de su obrar (cfr. LS 64). En el segundo capítulo, expone «algunas razones que se desprenden de la fe judío-cristiana, a fin de procurar una mayor coherencia en nuestro compromiso con el ambiente» (LS 15), y propone «algunas líneas de maduración humana inspiradas en el tesoro de la experiencia espiritual cristiana» (LS 15), que permitan realizar los cambios que el desafío ecológico plantea.


Creación, acto de amor de Dios Padre

«La creación sólo puede ser entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos, como una realidad iluminada por el amor que nos convoca a una comunión universal» (LS 76). Esta acción divina procede «de una decisión, no del caos o la casualidad, lo cual lo enaltece todavía más. Hay una opción libre expresada en la palabra creadora. El universo no surgió como resultado de una omnipotencia arbitraria, de una demostración de fuerza o de un deseo de autoafirmación. La creación es del orden del amor. El amor de Dios es el móvil fundamental de todo lo creado» (LS 77). Por eso, «cada criatura tiene un valor y un significado» (LS 76), ninguna de ellas es fruto del azar, sino de un querer divino. El hombre es depositario de este don de Dios. Es al hombre a quien Dios confía la creación para trabajarla y custodiarla, sin olvidar que también le confía el cuidado de sus hermanos los hombres.

La relación estrecha entre el cuidado del ambiente y la responsabilidad respecto los demás es un punto al que el Papa Francisco se refiere en distintos lugares de la encíclica, para mostrar la incoherencia de un empeño por salvar la creación material, cuando se descuida el cuidado de los demás seres humanos. Se opone al control demográfico como solución al problema ambiental (LS 50); denuncia la incoherencia de quien lleva adelante una lucha por especies animales o vegetales y no desarrolla un empeño para defender la igual dignidad entre los seres humanos, incluso algunas veces atentando contra derechos de otras personas (LS 90-91); resalta la incapacidad de algunos para reconocer el valor de un pobre, de un embrión humano, de un discapacitado (LS 117);muestra la incompatibilidad de la defensa de la naturaleza con la justificación del aborto (LS 120);muestra su preocupación cuando algunos movimientos ecologistas defienden la integridad del ambiente y reclaman ciertos límites a la investigación científica, pero no aplican estos mismos principios cuando se refieren a la vida humana, incluso justifican que se traspasen todos los límites cuando se experimenta con embriones humanos vivos (LS 136).

La tarea del hombre de trabajar y cuidar de lo creado es la de un «administrador responsable» (LS 116). Con ello se quiere decir que el dominio del hombre sobre la naturaleza no es un dominio absoluto, sino participado. El mundo no es una res nullius –algo que no tiene dueño–, sino res ómnium –patrimonio de la humanidad–; su uso debe redundar en beneficio de todos (Cfr. GS 69).El concepto de administrador puede ser limitado y dar la idea que el hombre es un obrero que realiza un encargo. No, el Papa insiste en que el cuidado del ambiente es un acto de reconocimiento del creador, «a la vez que podemos hacer un uso responsable de las cosas, estamos llamados a reconocer que los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios y “por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria”» (LS 69).

También el hombre trabajando y custodiando lo creado da gloria a Dios, cuando responde a Dios por el regalo de la creación. La donación es más perfecta cuando el destinatario es consciente de la misma y es capaz de aceptarla y agradecerla. Se acepta realmente no sólo al recibir el don, sino cuando se reconoce a la persona que dona, cuando se identifica la propia voluntad con la voluntad del donante. La buena administración exige al hombre, en cuanto imagen de Dios, participar de su Sabiduría y de su Soberanía sobre el mundo (Cfr. Juan Pablo II, Evangelium vitae, 42), es decir, relacionarse con la tierra con la misma actitud del Creador, que no sólo es Omnipotente, sino también Providencia amorosa (cfr. Juan Pablo II, Redemptor hominis, 15). El hombre recibe el poder de dominar el mundo para perfeccionarlo y transformarlo «en una hermosa morada donde se respete todo» (Pablo VI, Discurso a la Conferencia Internacional sobre el ambiente (1.VI.1972)). A través del hombre, se hace visible y efectiva la providencia de Dios sobre el mundo.

Para lograr una «administración responsable» se requiere el esfuerzo por conocer la verdad de la entera creación, de su valor y su significado, a través de un conocimiento no sólo científico sino también metafísico y teológico, y el trabajo para conducir la creación al destino querido por Dios (cfr. Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 34). Sólo así, el hombre podrá reconocer los límites de su obrar. El primer límite de la acción humana sobre el mundo es el mismo hombre, pues «no debe hacer uso de la naturaleza contra su propio bien, el bien de sus prójimos y el bien de las futuras generaciones (…).

El segundo límite son los seres creados, es decir, la voluntad de Dios expresada en su naturaleza. Al hombre no se le permite hacer lo que quiera y como lo quiera con las criaturas que le rodean. Al contrario, el hombre debe “cultivarlo” y “custodiarlo”, como enseña la narración bíblica de la creación (Gn 2, 15). El hecho de que Dios “dio” al género humano las plantas para comer y el jardín “para cuidarlo” implica que la voluntad de Dios debe ser respetada cuando se trata de sus criaturas. Están “confiadas” a nosotros y no simplemente a nuestra disposición. Por esta razón, el uso de los bienes creados implica obligaciones morales» (Juan Pablo II, Discurso 18.V.1990, n. 4).

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