sábado, diciembre 19, 2015

DIRECCIÓN ESPIRITUAL DE ADULTOS

“En rigor, la madurez no se identifica con una edad determinada –aunque de ordinario se consiga con el paso de los años–, ni con la simple perfección que puede alcanzar una persona, desde un punto de vista exclusivamente humano, en algún aspecto particular. Si se considera en toda su profundidad, la madurez es consecuencia del desarrollo pleno y armónico de todas las capacidades de la persona; por tanto, en el concepto de madurez han de estar presentes las virtudes sobrenaturales –teologales y morales que acompañan a la gracia divina– y, al mismo tiempo, las virtudes humanas.
Puede decirse que una persona madura sabrá juzgar de los acontecimientos y de las demás personas con visión sobrenatural y con mesura, con serenidad, objetivamente; y estará en condiciones de querer y obrar con criterio, libre y responsablemente. El sentido sobrenatural hará que las decisiones de todo tipo se tomen de acuerdo con el orden querido por Dios y, en consecuencia, aparecerá la unidad de vida que es característica primordial de la madurez: saber integrar todo en función de lo que ocupa un lugar central en la vida y tiene un valor permanente. La madurez lleva consigo la mensura, la serenidad, la fortaleza y el sentido de responsabilidad.
Otras manifestaciones propias de la madurez son: capacidad de adaptación a las circunstancias, sabiendo ceder y transigir en lo accesorio o en cosas de suyo intrascendentes; y viceversa, fortaleza para mantener firmemente –aun en contra de opiniones de moda y de «lugares comunes»– aquellas convicciones fundadas en verdades permanentes y fines rectos; el equilibrio interior de la persona, con orden y armonía en el terreno afectivo, de relaciones con los demás; la perfecta conjunción en el ejercicio de la libertad y responsabilidad personales.
A esa edad se adquiere un juicio más ponderado y sereno. Una persona madura se considera a sí misma con realismo, admite sus limitaciones, distingue lo que es pura posibilidad de lo que es ya conquista efectiva; al mismo tiempo, se juzgan los acontecimientos con mayor profundidad y objetividad: sabe lo que quiere y lo que puede. Y de ahí nace un equilibrio espiritual y emocional –madurez en la afectividad–, que canaliza las inclinaciones naturales y las pone al servicio de la voluntad. Se está, así, en condiciones de querer y de obrar con criterio, libre y responsablemente, aceptando las consecuencias de los actos.
En una personalidad madura y bien formada se da una unidad e integración de las múltiples experiencias de la vida, integración que sostiene la gracia cuando hay sentido sobrenatural. La madurez coloca a la persona en un estado de sana objetividad, ajena al sentimentalismo que frecuentemente lleva a confundir la felicidad verdadera con el bienestar.
Aunque se hayan superado problemas básicos de la adolescencia, hay peligros propios de esta otra edad: puede perderse en parte –si se descuida la lucha por avanzar– la virtud de la generosidad y abrirse paso el egoísmo y la comodidad que se presentan de diversas formas; por ejemplo, puede costar más aceptar los consejos personales dirigidos a superar los defectos, como algo práctico y vital, aunque se acepten fácilmente en el plano teórico. En este período, es necesario que las personas profundicen seriamente en el sentido sobrenatural de lo que hacen, aunque sea una labor oculta y sin brillo humano.
Los problemas en la edad adulta suelen ser más reales y objetivos que en la juventud, tanto en el terreno familiar como en el social y profesional.
Quizá el caso más grave sea el del «adulto menor de edad». Si se diera esa situación, en la dirección espiritual habría que mostrar al interesado la necesidad ineludible de un trabajo serio –muchas veces bastará conseguir esta sola meta para solucionar el problema de fondo–, y ver si existen otras posibles causas o problemas de épocas anteriores –mala formación en la libertad y responsabilidad, timidez, etc.– que hayan dado origen a ese estado anormal. En esos casos, además de recurrir a la oración y a la mortificación, hay que ayudar a quien recibe la dirección a enfrentarse sinceramente consigo mismo, para ver cuáles son sus relaciones con Dios, con la propia familia y con quienes pertenecen a su ámbito social; también deberá considerar cómo desempeña su trabajo profesional. En general, los consejos que se le den deben orientarse a que salga de sí mismo y del pequeño mundo que ha creado a su alrededor y procure con generosidad tener presente el bien y la alegría de los demás.

Algunas situaciones que pueden presentarse
Cuando una persona ha comenzado un camino de oración, es corriente que llegue un momento en el que experimenta cierta «aridez». Se hacen más esporádicos los «descubrimientos» y las «luces» que iba recibiendo y entra en una fase de monotonía aparente y de poco gusto. Hay que tranquilizar a quien se encuentra en esa situación, haciéndole ver que es normal y debe perseverar, sin darle importancia: lo que cuenta es seguir adelante en el diálogo con Dios, que nos escucha siempre, quizá ayudándose con un libro que proporcione materia para la meditación y para conversar con el Señor. Sobre todo en personas de una cierta edad, puede suceder también que afirmen –así suelen expresarse– que están perdiendo la fe, porque no les acompañan en su oración, vocal o mental, el fervor y la atención con que rezaban antes. Hay que asegurarles, repitiéndoselo frecuentemente en muchos casos, que no ha disminuido su fe, sino sólo el sentimiento, sin culpa por su parte; y animarles a que continúen con sus prácticas de piedad, con la certeza de que su oración vale mucho ante Dios si, con buena voluntad, tratan de poner los medios para hablar con Él y evitar las distracciones en la medida de lo posible.
También puede suceder que alguien exprese preocupación por pensar que tiene dudas de fe. Por ejemplo, porque le asaltan pensamientos sobre cómo Dios permite situaciones de injusticia en el mundo, o el sufrimiento de una persona querida, o le parecen intransigentes algunas enseñanzas de la Iglesia en materia moral, aunque no las rechaza. En los casos así descritos, hay que tranquilizar a la persona que plantea esas “dudas” y hacerle ver que, aunque no alcance con su razonamiento a comprenderlas del todo, no por eso sufre menoscabo su fe ni debe obsesionarse: basta que acepte con sencillez el contenido de la fe, como lo enseña la Iglesia, y procure no dar vueltas a esos pensamientos.
Puede asimismo crearse una situación de replanteamiento de toda la vida anterior cuando, después de abrirse paso con esfuerzo, alrededor de los treinta años, una persona ha conseguido colocarse y establecerse. De modo general, en esta situación influye la autonomía personal definitivamente conquistada, el choque de los ideales que acariciaba con la realidad presente y, especialmente, la capacidad crítica plenamente desarrollada, que no tiene el contraste de una autoridad o regla a la que se sometía antes. Así, puede suceder que esa capacidad crítica se manifieste primero en la comparación con los demás, sobrevalorando las metas alcanzadas por los compañeros de profesión, dando lugar a la envidia y al resentimiento. También cabe la posibilidad de una autocrítica personal, analizando y midiendo los principios morales y sociales que antes se aceptaban. Esto puede llevar –si se encauza rectamente– a un mayor sentido de responsabilidad, pero podría tener también un efecto negativo si no se ataja.
También sucede a veces que, en torno a los cuarenta años, se pase por momentos de crisis. En el hombre, si atraviesa por esta dificultad, suele ser más de carácter psicológico que somático. En la mujer se acompaña de signos fisiológicos evidentes, aunque también haya algún componente psíquico. Puede aparecer entonces la que san Josemaría llamaba mística ojalatera, «hecha de ensueños vanos y de falsos idealismos: ¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esa profesión, ojalá tuviera más salud, o menos años, o más tiempo!»[1]; y, junto a eso, un cambio de carácter, quizá una preocupación excesiva por la salud y una cierta pérdida de interés por el trabajo que se ha ido desempeñando hasta entonces. Hay una actitud de balance: hasta ese momento, en lo físico y en lo intelectual, se iba creciendo, pero se comienza a experimentar una sensación de declive humano.
También puede producirse un cierto deseo de experimentar aquello que, si antes no se ha vivido, se tiene la seguridad de que ya no se realizará jamás; como consecuencia, pueden presentarse tentaciones contra la castidad que hasta ese momento no se habían tenido, o tentaciones antiguas, con formas nuevas más retorcidas.
Al lado de estos elementos, hay otros de carácter positivo: a esa edad se adquiere un juicio más ponderado y sereno; se juzgan los acontecimientos con más profundidad y objetividad.
Un peligro para hombres jubilados –las mujeres encuentran con más facilidad un modo de ocupar su tiempo en las tareas de la casa– es el de encontrarse sin nada que hacer, considerar que la vida ya no les depara nada y sumirse en una situación de abandono, llenando su jornada, por ejemplo, con la televisión. La sensación de haber cumplido su tarea y no tener ya nada que aportar lleva fácilmente al egoísmo y a la comodidad y a mantener un ritmo cansino en la oración. Es estos casos puede suceder también que guarden poco la vista o entretengan pensamientos contra la castidad, justificándolo como cosas de poca importancia, puesto que, en su edad y situación, no hacen (en el sentido de realizar actos externos) nada malo. Al ayudar a estas personas –además de formarles la conciencia–, hay que hacerles ver que su vida no ha dejado de ser útil y es mucho lo que pueden hacer, animándoles a pensar cómo pueden dar un sentido a su tiempo, utilizándolo para bien suyo y de los demás.
Ha de quedar claro que las situaciones que acabamos de describir no tienen necesariamente por qué darse y, de hecho, en bastantes casos no aparecen. En una personalidad madura y bien formada se da una unidad e integración de las múltiples experiencias de la vida, integración sostenida fuertemente cuando hay sentido sobrenatural”. (Prof. José Luis Gutierrez, Pontificia Universidad de la Santa Cruz).

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[1] San Josemaría, Conversaciones, 88. Cf. n. 116.

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