viernes, abril 30, 2010

En el inicio del mes mariano

¿QUIERES COMO UNA MADRE QUIERE A SU HIJO?


“Me dices que sí, que quieres. –Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores, o como un pobrecito sensual su placer? ¿No? - Entonces no quieres”, (Camino 31 ).


Las comparaciones que hace San Josemaría en este punto de Camino, ilustran la voluntad de querer que se tiene cuando el amor es real. Está claro que no se está haciendo una comparación entre el amor del avaro, de la madre y del pobrecito sensual. Se refiere más bien al afán que existe cuando se quiere algo con toda el alma y que expresa el auténtico querer.

San Josemaría apunta con esta comparación a la autenticidad del querer, (que también lo puede tener, de una manara equivocada, el ambicioso con sus honores y el pobrecito sensual con su placer); el autor advierte, que si no se quiere de la misma manera, entonces no quieres”. Así sentencia terminando el punto y sin dar opción a otra alternativa.

Esta vez nos vamos a quedar, para nuestro análisis, solo con la segunda comparación: “¿quieres como una madre quiere a su hijo?” porque también nos vamos a referir a la pureza y calidad del amor, que deberíamos tener. El amor de una madre por su hijo es un maravilloso modelo.


El amor de las madres

Que una madre quiera a su hijo es una verdad evidente que nadie discute, sin embargo muchos ponen una buena distancia entre el amor de una madre a su hijo y los demás amores, como una justificación para evitar la comparación, puesto que los otros amores no son tan fuertes e incondicionales, como el amor de una madre por su hijo.

Todo ser humano tiene la experiencia del amor de su propia madre. Si las circunstancias son normales (si no existen desequilibrios que hieran la relación natural madre-hijo), el amor de una madre por su hijo es el más grande amor humano que se pueda experimentar.

Todos estamos dispuestos a defender el amor de nuestra propia madre (si es atacado) y a valorarlo como un tesoro muy preciado que hemos recibido, sin haber hecho nosotros mayores merecimientos. Hay un ser que nos ha querido y nos sigue queriendo solamente por el hecho de ser hijos (as), sin que haya nada de por medio: dinero, posición social, negocios, intereses comunes.

Toda madre suele ser hincha acérrima de su hija, o hijo, en todos los momentos de su vida. Ella quisiera estar siempre donde está el hijo (en las etapas infantiles no suele tener problema, más tarde el hijo adolescente aleja a su madre de los lugares que frecuenta, cuando pasan más años quisiera tenerla nuevamente a su lado y cuando ha fallecido la puede hasta idolatrar).

Cuando el hijo triunfa, la madre está aplaudiendo; en las contiendas, le parece que es el mejor; si el hijo actúa, la madre no se lo pierde; si escribe o dibuja algo, la madre lee todo (aunque no entienda) y guarda los “tesoros” de su hijo, para enseñárselos a los demás y también para el recuerdo. ¿Quién hace algo semejante?


La sinceridad del amor humano

Las mentiras que más duelen son las que se refieren al amor (los engaños amorosos y las faltas de fidelidad, son faltas de amor). En cualquiera de los amores humanos si se dice que se ama y no es cierto, se está mintiendo (con las palabras o con los hechos).

Puede ser que una persona tenga deseos de amar, pero no ama todavía. Le gustaría mucho poder amar y hace esfuerzos para lograrlo. Está en camino pero todavía no puede decir que ama.

Es algo noble estar en la mejoría, en la lucha, pero debe acompañar el reconocimiento de que el amor todavía es un deseo y queda un camino por recorrer. De este reconocimiento se desprende una conducta sincera y auténtica, que es de humildad. La gran virtud para el buen trato y para acertar en la lucha.

La persona humilde y sencilla reconoce que amor de la madre por su hijo va por delante con mucha ventaja. Esta afirmación corresponde a la realidad en la vida de los seres humanos.

Por lo tanto, faltaría a la sinceridad si alguien dice que ama y no es verdad, y más grave cuando le llama amor solo al cumplimiento de unas formalidades, cuando se le ve, habitualmente, lejos del prójimo en general. La persona humilde sabe que debe amar como una madre ama a su hijo, y sabe también que para amar así, necesita ayuda.


La superioridad y necesidad del amor divino

Siempre que nos topamos con la divinidad vemos que lo humano es muy pequeñito e insignificante. La divinidad llega a lo humano para enriquecerlo y darle sentido. Cuando por la fe nos enteramos que Dios nos quiere “más que todas las madres del mundo juntas a sus hijos” (San Josemaría), nos quedamos deslumbrados y nos llenamos de una alegría indescriptible que nos hace valorar mucho más el amor de las madres para con sus hijos y entender bien la comparación que hace San Josemaría, cuando dice en el punto mencionado, que si no quieres “como una madre quiere a su hijo… entonces… ¡no quieres!”

Si no lo miráramos, desde esta dimensión, que incluye la gracia de Dios, nos sentiríamos excluidos de poder amar con autenticidad, que es amar “como una madre ama a su hijo”

Como consecuencia de esta reflexión podríamos afirmar lo siguiente: es imposible que una persona pueda amar a todos “como una madre ama a su hijo”. Solo cabe la comparación cuando recurrimos al recurso previsto para ponernos a nivel de ese amor incondicional de madre que está en la misma naturaleza de la mujer. Se trata de la gracia de Dios, (que es un recurso sobrenatural). Es necesario adquirirla constantemente para amar así y poder mantenerse en el amor.


El amor de una madre por su hijo es el modelo de un amor limpio y ordenado.

Con estas consideraciones entendemos que si bien Dios ha puesto en la naturaleza femenina, (también para que se cumplan los fines del matrimonio), la seguridad de un amor materno, las mamás tendrían que agradecer este don que las hace felices y saber que el mérito de ellas está en ser adalides de la santa pureza, que es la imagen que nos da la Madre de Dios, con su corazón inmaculado, por eso se la llama la Madre del Amor Hermoso (el amor a los hijos es limpio y puro). La Virgen María es el modelo del amor de madre.

Entendemos también que el mérito principal del que ama como una madre ama a su hijo, lo pone, sobre todo, el Hijo de María, Jesucristo, que viene a la tierra para que acertemos en el amor y nos pide: “amaos los unos a los otros como Yo os he amado” El, al amarnos nos está dando los recursos para que nosotros amemos. Solo nos toca amar con el amor de Dios, como lo hizo también la Madre de Dios.

Ahora se entenderá más fácil la metáfora del amor del avaro por su oro, del ambicioso por sus honores y del pobrecito sensual por su placer, como el empeño que el hombre pone motivado por algo que quiere, pero…. ¡qué diferencia! si se comparan estas otras motivaciones con el amor de una madre por su hijo.

Los empeños equivocados de los hombres para conquistar lo que les gusta, solo podrían ser ejemplo del esfuerzo que se pone. “Los hijos de este siglo son más sagaces en sus negocios que los hijos de la luz”. La calidad del amor de la madre tiene su fundamento en la pureza y orden del querer que combina fortaleza con delicadeza. Es un amor divinizado.

Con estas consideraciones concluimos que el amor auténtico debe ser limpio, puro y ordenado, como el amor de una madre por su hijo.

Agradecemos sus comentarios

1 comentario:

Rolando Monteza dijo...

Muchas felicidades P. Manuel por su Blog... Ya me suscribí como su seguidor. Además, ya lo tengo en mi cuenta de Google Reader para recibir siempre sus últimos ensayos. Un abrazo. Rolo